Palazuelo de Eslonza, nuestro pueblo.

                  Miradas libres desde las atalayas de mi pueblo y de mi vida

Pienso que el recuerdo que más vale, el que más apreciamos, porque creo sin duda es el más sincero, es el recuerdo de nuestros primeros años. Por eso yo, cuando he pensado en escribir algo sobre la vida de mi pueblo, he querido circunscribirme a los recuerdos de esos años, alrededor de los sesenta; cuando el corazón y el alma todavía vírgenes se empapan de todo lo que les rodea, quieren sin preguntar a quién y sufren sin saber por qué.

Recorriendo el año por sus cuatro estaciones, parándome expresamente en las personas más influyentes y singulares, pensé que podía contar lo que fue mi pueblo. Y eso es lo que he hecho.


OTOÑO


EI año oficial ya sabemos que comienza en invierno, el 1 de enero. El año real en muchos pueblos, en mi pueblo, comenzaba y sigue comenzando, pienso yo, en otoño. En otoño, el labrador volvía a desparramar la mies en los surcos. En otoño o en la última semana del verano, D. Eulogio, el maestro, volvía a hacer sonar aquel sonido ronco y crujiente de la puerta de la escuela con el inicio de las clases. Los dos acontecimientos que marcaban la vida de mi pueblo, la escuela y la siembra, comenzaban en otoño, por eso digo que el año también comenzaba en otoño.

La vuelta a la escuela, los labradores en los campos sembrando, el rosario de los días de octubre, los Difuntos, los Santos; configuran en mi recuerdo la telaraña más gruesa de los otoños de aquellos años.

En los últimos días de septiembre llegaba el camión con el "mineral", el abono para el campo. Estaba envasado en sacos de 80 y hasta 100 kilos, que al ser transportado a las espaldas de aquellos hombres menudos, me recordaban a las hormiguitas llevando a sus hormigueros los granos de trigo.

Primero, los labradores esparcían el estiércol, que tenían acumulado de todo el año en los muladares, por las tierras más cercanas,  los trozos de huertas o algún regadío;  a las demás tierras las tirarían el mineral. Ya entre san Froilán y el Pilar comenzaba la rutina de la siembra un año más.
 
El sembrador preparaba, a primera hora del día, la simiente que aquel día sembraría. Trituraba, aplastándolos con una botella, aquellos trozos de piedras azules que llamaban piedra-lipe, y mojado el polvo resultante con agua, servía para humedecer la semilla, con ello protegerla y facilitar su germinación. Ya todo preparado,  desayunaba, o mejor dicho almorzaba, que era lo que se decía entonces, sus sopas de ajo y manteca, uncía las vacas y las enganchaba al carro. Arriba, la sembradora, la tabla de destripar terrones y los sacos de simiente, el cuatrisurco al carro remolcado, el labrador,  parsimonioso, con su aguijada delante y el perro caminando tras el carro. Así eran en la siembra las reatas de aquellos hombres camino de los campos.
 
Con su mano callosa, áspera, el labrador va rebanando de la escriña-sembradora puñados de simiente que esparce por la tierra, con donaire, al ritmo de cada paso. En la lejanía se oyen algunos de los ruidos más gruesos del pueblo: el coche de línea camino de León, las campanas que tocan a misa de difuntos. Ya ha echado la semilla en la tierra (la parcela), ahora con el cuatrisurco, ese arado de cuatro rejas pequeñas, tapara la simiente, con la tabla allanará, molerá los terrones, y se despedirá de esa finca siguiendo con la caravana de aperos hacia la siguiente.

A mediodía, le llevan al labrador su comida: en un cazuelo de barro, los garbanzos arriba y la sopa abajo, un cacho de tocino y con suerte otro de chorizo, pan y vino de su cuba y de su viña, para postre tal vez uvas,  una manzana o pera, si de ellas hubiera cosecha. Come arrinconado en un lindero, espurre un poco las piernas mientras mira al cielo y piensa lo que aún le queda por hacer  y a trabajar, a sembrar de nuevo. 


Ya el sol se acerca al horizonte, hay que volver al pueblo. Por el camino, oye el labrador las campanas de nuevo, es el rosario de octubre lo que anuncian. Llegó al pueblo. Las mujeres muchas de negro, la mayoría con largas faldas, con grandes pañuelos que cubren casi toda su cara, se acercan a la iglesia. Un viento frío hace que caminen deprisa, aún  más encorvadas de lo que muchas ya caminan. Los niños, ya hace rato que están en la iglesia "dando la doctrina", la catequesis que ahora se diría, con el cura. Las mozas, entre risas y prisas, acuden las últimas. Ya el clérigo empezó a desgranar las avemarías. Se oye en la calle el crujir del aire que araña las esquinas. En la iglesia, dos viejas bombillas y una lámpara de aceite hacen que apenas se distingan bultos en la gente y sombras por las paredes blancas amarillentas, al compás de sus tenues movimientos. El cura sigue rezando con ímpetu, como si cada avemaría fuera única e irrepetible,  las viejas le contestan formando un coro de voces  melancólicas y apenadas. El rosario se acabó. Todos para casa. Solo alguna moza se queda rezagada, esperando que algún mozo pueda encontrarla, aunque sea por  poco tiempo antes que en falta pudieran echarla.

Otoño de siembra, otoño de rosario, otoño que luz al día va robando. Otoño de Difuntos, de Todos los Santos. Crisantemos, claveles, coronas, ramos. El cementerio se adorna de colores. Tumbas en la tierra, que la esposa, la hija, la madre; de abrojos y malas hierbas, cavan y limpian para adornar con flores humedecidas de alguna lágrima que se escapa en la faena.  ¡Que pronto te fuiste niño! ¡Esposo, esposa, cuanto te echo de menos!, ¡Madre, padre, que solos nos has dejado! ¡Dios mío!, ¡Cuanto lamento! El cura moja el hisopo e hisopea el Camposanto. Los fieles bajan la cabeza, mientras los rayos del sol de las 5, con flores y penas se mezclan. Silencio absoluto, después la oración. Ya se van para afuera, se oye algún murmullo. Al día siguiente, la misa de todos los fieles difuntos, más misas y misas en particular cada día por cada uno.

Otoño de chorizo, aun sin curar, de tocino fresco. Porque ya llegó san Martín y el gocho fue al banco. Hasta ahora, fue servido y bien alimentado, ahora, con su cuerpo, servirá de comida a su amo, y lo aprovechará todo, porque el año es largo. A primeros de diciembre, cualquier visita podía ser buena disculpa para probar el vino nuevo, para espitar la cuba.
Estazando el gocho
La leña amontonada, el gocho muerto, la cuba espitada. El invierno podía llegar ya cuando quisiera; cuando se la antojara, podía llegar ya, la primera nevada.
                                  
INVIERNO

Los chupiteles de hielo de los regueros, son cada día más largos, las pozas de lavar y de regar están cubiertas de una plancha de agua congelada. Las tierras también están heladas y ello impide que el arado pueda penetrar en ellas. Las lluvias, las nieves primeras aparecen ya con insistencia. Ya estamos en la segunda mitad de diciembre y el invierno viene anunciando su presencia.

En la primera parte del invierno, el invierno de verdad, hasta febrero más o menos; las faenas del campo quedan semi-aparcadas y los hombres aprovechan para hacer en casa los arreglos necesarios en sus aperos o  incluso para fabricar otros. El establo, aprovechando el calor de las vacas, es el sitio para hacer escobas y baleas para barrer la casa y la era, rastras, rastrillas, mangos para azadones, palas o cualquier otra herramienta. También el establo es lugar de tertulia incluso de juego de cartas si en él hay una pesebrera que hace de silla y mesa a la vez. Hasta para jugar al escondite nos servían los establos en la mayoría de los casos con los pajares que solían estar a su lado.
Una buena nevada
El coche de línea venía a rebosar, venían de vacaciones, los estudiantes del pueblo que están en la ciudad, también viene de permiso algún militar. La Navidad se acerca ya. En el pueblo solo hay dos "arradios" y allí vamos de rato en rato a husmear y oír cantar la Lotería de Navidad. Casi todos los mayores llevan participaciones de 10, 25, 50 pesetas. Todos los años toca alguna pedrea, algún reintegro y nada más.
 
Nochebuena, Nochevieja. La gente se amontona en las cocinas. La pandereta y los villancicos aparecen. Los armarios de la cocina se mueven al son de la música. La fiesta empieza después de cenar, a partir de las nueve o las diez, hasta la una o las dos, horas muy intempestivas y que solo en casos y fiestas muy excepcionales, como estas, se podían tocar o rebasar. El vino de cosecha de la casa nunca faltaba, el aguardiente podía estar, el coñac rara vez estará. Lo que no solía haber entonces era champán, ni falta que hacía. ¡Qué mejor que aquel vino elaborado desde la primera gota de sudor, cavando la viña, hasta la última gota de mosto que llegaba a la cuba! Y en Navidad, Año nuevo y Reyes, al Niño Jesús todos iban a adorar. Todos ponían sus mejores trajes. Los hombres las corbatas del día de la fiesta, las mujeres los velos de los acontecimientos. Todos depositaban alguna perra gorda en la bandeja que el cura había puesto al lado de la imagen del niño.

Y las vacaciones, las navidades se van pasando. Ya los tenderos apenas venden turrón. Alguna barra de cacahuete, el de almendra es muy caro y con el de cacahuete para Reyes es suficiente. Se acabó lo bueno ya. Los estudiantes vuelven para la ciudad, los colegiales a la escuela. Los labradores miran al campo y al cielo a ver si las condiciones les permiten ir haciendo algo. Pero enero es un mes muy frío y lluvioso y raras veces pueden salir a trabajar como no sea a desaguar alguna tierra. Seguirán en sus cuadras con sus tertulias y sus chapuzas de artesanos.
Ya a finales de enero los días se alargan y cuando hace sol se puede empezar a trabajar a medida que se van quitando las heladas. Hay que empezar a sembrar los cereales tardíos, servendos que dicen ellos, especialmente la avena que solo se sembraba en este tiempo. De nuevo las caravanas de carros y aperos, a sembrar servendos.
 
Se nos olvidaba la remolacha. La "maldita remolacha". Maldita por el trabajo y los fríos que hacía pasar y entre comillas por las importantes y decisivas aportaciones pecuniarias que casi siempre significaba para aquellas pobres economías. Había que ir sacándola y entregando por vales, un carro cuando tocaba. Y ese carro había que sacarle ya lloviese ya nevara. Ahora una familia saca con maquinaria camiones enteros en un día; entonces, con apenas un guincho para sacar y una hoz para quitar las hojas, había que dar a la remolacha muchas vueltas antes de echarlas a la carreta.  Sacar mil kilos, bien podía ser de dos o tres días faena. Por San Blas la remolacha ya solía estar acabada. Los días peores se aprovechaban para barrer la hojarasca de los prados y repodar sebes y a seguir sembrando  servendos, para intentar acabar antes que la primavera llegara.
 
Los días siguen, febrero son solo dos o tres días menos, pero se nota demasiado, y se pasa pronto. En marzo el sol ya tiene mucha fuerza. Los trigos crecen cada día y más ahora que el labrador les regala unos nitratos. El campesino va racionando el alimento del ganado para poder llegar al menos a mayo que ya se pueden apañar algunas hierbas. Siempre pensando en aquel refrán "Por las Candelas a medio pajar y a media panera”.
 
Los carnavales pasaron con gran gozo para la chavalería que pidiendo por las casas llenaron su cesto de huevos y un poco calderilla con los que hicieron tortillas y huevos cocidos. Todo para un buen banquete nada normal en aquellos tiempos. También los mozos por los días de carnaval o Domingo Gordo, pedían sus torreznos y demás viandas por limpiar las pozas o cualquier otro trabajo y organizaban sus comilonas, muchas veces al aire libre, si el tiempo lo permitía. Una buena lumbre, un cubo para cocer huevos, un latón para calentar tocinos, embutidos y mucha, mucha alegría y buena voluntad para una fiesta que acabaría rondando o cortejando las mozas del pueblo.
 
Estamos en plena cuaresma, los calvarios y rosarios se suceden a diario. Unas veces lo dice el cura, otras un par de mujeres "piadosas". Quitando los hombres, la gente acude bastante a la iglesia y San José el 19 de marzo que ya llega, es un día de fiesta de los grandes. A veces aparece envuelto en el invierno, entre fríos y heladas, otras llega con un sol radiante y un tiempo que anuncia la inmediata primavera.


PRIMAVERA.


Los tabardos y abrigos dejan de ser habituales y solamente serán para los días más fríos. Las margaritas aparecen, como setas, de un día para otro. Las mozas están más guapas, con menos ropas. Se ven grupos de pegas que buscan el emparejamiento. Los pájaros están cantarines y bulliciosos. El reguero ha aflojado su caudal y su agua es más transparente que en invierno. La gente se ve mucho más por las calles y se para más a charlar. Los viajes  por agua a la fuente se prolongan. Llegó la primavera. Los ritos cuaresmales están en su recta final. Con gran pompa y las mejores ropas se celebra Ramos, con los ramos que el mayordomo facilitará. En Jueves Santo y Viernes Santo, el labrador deja a la hora de los cultos de trabajar y acude a ellos con gran devoción y Pascua para terminar. 
 
 Arado de vertedera vuelta
En esta estación de nuevo el arado será herramienta prioritaria. Hay que dar la primera vuelta a las tierras que en otoño se sembrarán, lo que el labrador llama relvar. Y arar las viñas y preparar, el que  tenga, los sembrados de ribera,  en fin que no sabrá el hombre ni a donde ir de tanto como tiene que hacer. Se acabaron los ratos de tertulia y cita al sol, no siendo el domingo ya no podrá parar.
 
La rielva de primavera
Las vacas son duras, pero lentas, en cambio los caballos son mucho más rápidos. Por eso unen una caballería con la del vecino, un día para cada uno, para poder aguantar más a arar. Dicen que ara tanto una pareja de caballos como dos de buenas vacas o bueyes. Las viñas piden trabajo a gritos. Ahora con la concentración apenas han quedado viñas, entonces había muchas y  había que trabajarlas. Primero arar, después escarbar las cepas, después ya podar. A veces, no sé si en un intento de aguantar más o  de llevarlo mejor, parecían, los buenos labradores, partirse en cachos. Un rato muy de mañana acudían a la viña, volvían a casa sobre las nueve ya con los cadriles doloridos, almorzaban (su desayuno) cogían su pareja de vacas y a arar hasta la hora de la comida. Comían y puede que un rato a escavar las cepas y después de nuevo tiempo para apurar las fuerzas de la pareja hasta que la luz lo permitiera. Para casa a merendar lo que el gocho y la huerta pudiera deparar, quién sabe si hasta uno o dos huevos. (Las gallinas ponen huevos pero la mujer, a veces se los canjea al tendero por aceite y fideos) Después a cebar las vacas, a escuchar en casa o en la del vecino, un poco la radio, las patatas de la cena que casi nunca faltaban y a las 10 a la cama porque mañana será otra jornada igual de ajetreada.

¡Y  las mujeres! Apenas hablo de las mujeres. Las santas mujeres. Trabajo, mucho trabajo también para ellas. Hacer comidas, con aquellas cocinas y aquellos palos, a lavar a las pozas a base de mucho fregoteo, mucha agua y un poco de jabón, atender la prole, casi siempre numerosa y ayudar al marido en todo lo que pudieran en el campo; cuidar los animales de casa: gochos, gallinas, conejos, todos eran atendidos por ellas excepto las vacas. Por eso ni que decir tiene que cuando hablo de los labradores me refiero a las gentes del campo: hombres y mujeres. 

  
Ahora a últimos de marzo, primeros de abril también toca sembrar la remolacha. Hay que estar muy al cuidado para coger el tempero a punto para que nazca bien. En abril o primeros de mayo sembraran sus titos y garbanzos. También en mayo las malas hierbas aparecen con fuerza y comienzan las primeras escavas de la remolacha. Las escardas (quitar cardos y abrojos) de los trigos y demás cereales. En estas labores de quitar las malas hierbas, sí que la mujer tendrá un papel más importante, mientras el hombre, muchas veces seguirá con los trabajos más duros.
 
Llega san Isidro, el patrón, le sacan en andas con el cura a bendecir los campos. Las mozas han cogido tallos de cebada, ya casi espigadas, que colocan en las manos de la imagen. Las campanas voltean mientras el Santo recorre los campos. A últimos de mayo, primeros de junio, ponía su hortaliza: pimientos, tomates, cebollas, berzas. También es el tiempo de dar los primeros riegos a los prados. En junio otra vez a dar la vuelta a las tierras a binar las tierras de la próxima siembra. Si las tierras tienen poca broza las pasaría el cuatrisurco, pero si tienen más tendrán que volver a pasar el arado fijo o el de campos como hicieran en la rielva. Hace calor, mucho calor. Es necesario madrugar para que el ganado trabaje mejor y antes que el sol apriete irse para casa. Por eso acude lo antes posible el campesino a su campo mientras la mujer prepara las sopas de ajo, y eso sí, ahora un buen torrezno, que junto con las sopas le llevara ella misma o el chico de la casa. Y en los regadíos sembrados en junio, regar ya será habitual y necesario.
 
A mediados de junio las algarrobas y las vezas se empiezan a secar. Hay que segarlas ya. Las cebadas comienzan a ponerse doradas. El campo cambia su color verde por blanco amarillento. El verano llega avasallando.  


VERANO.

El hombre del campo. Salvo que nieve, o llueva, siempre trabaja en sus tierras. Pero en verano el trabajo se vuelve a amontonar de tal forma que ni robándole las mayores horas posibles a la noche logra un respiro para sus labores.

Decía que las vezas y las algarrobas por San Juan, las cebadas tempranas por San Pedro piden segar. También las ovejas había que esquilar antes del 29 de junio porque ese día era bueno para ir a vender la lana a la ciudad. Por el Carmen segando trigo. Fueron un gran adelanto aquellas segadoras, que aparecieron en los años cincuenta y sesenta, tiradas por parejas de vacas o mulas y que tanto trabajo evitó a los segadores de guadaña. Aguantaban mucho las máquinas y dejaban ya las gavillas, (brazadas de mies) juntas. Además se evitaba rastrear la tierra, para atropar las espigas que quedaban sueltas, ya que la máquina no las dejaba. En los años sesenta no todos los labradores disponían de máquina de segar. Por los setenta y primeros ochenta aparecieron, por el pueblo, las primeras cosechadoras, como una excepción más. Ya en los últimos ochenta pasó la cosechadora a ser lo habitual.
 
Pero estábamos con la siega. Después de esta faena, tal vez una "parada" de un día o dos. para hacer algún riego o trabajo inaplazable y ya venía la trilla. Alrededor de las 6 de la mañana se levanta el labrador para dar comida a su ganado y a continuación unce las reses al carro para acarrear la mies a la era y trillarla. Los carros se armaban con la pernillas, que eran unas largas tablas, estratégicamente acopladas para poder llevar la mayor cantidad de mies posible. Llegaba el carro cargado de mies a la era y se esparcía en un círculo de 15 0 20 metros de diámetro, Se desenganchaban las vacas del carro y se amarraban para tirar de un trillo por medio de una cadena o balancín. El trillo era un trozo de madera, de unos dos metros de largo por uno y medio de ancho, cubierto de piedras cortantes por debajo. Dando vueltas con este trillo, por encima de la mies, se iba poco a poco troceando y cortando la paja. Así hasta que quedase tan diminuta y aplastada como para poder limpiar, o  sea separar la paja del grano.  Un día y el siguiente y otro hasta las dos o tres semanas que duraba la trilla, si el mal tiempo o las lluvias no aparecían entorpeciendo dicha labor. Cuando las lluvias eran intensas calaban la mies que aún estaba en las tierras, en el campo, agrupadas en morenas y había que dar la vuelta a las gavillas para que se secaran y desviarlas de la tierra humedecida que ocupaban. Una morena era un conjunto de gavillas adosadas y preparadas para que el labrador pudiera echarlas al carro sin moverse del sitio.
Trilla en la era de Belarmino, Palazuelo.
Es cierto que las lluvias retrasaban las labores de la era pero también evitaban riegos y suponían por tanto un descanso en la tarea de dar agua a los regadíos.  ¿Estará húmeda la paja?, se preguntaba la gente unos días después de las lluvias. Y algunos irían a acarrear y otros lo dejarían otro día más que aprovecharían para otros trabajos. A cuenta del acarreo también diremos, que con frecuencia el labrador iba a acarrear antes de que las gavillas estuvieran bien secas y entonces ese día, había que dejarlas secar en la era, sino la trilla era más lenta porque la paja no se trituraba tan fácilmente, se aplastaba y se apelotonaba y hacia la faena más pesada.
 
A mí me quedan dos días de trigo y otras dos de avena, apostaba uno, yo aún tardare más de una semana, comentaba el otro, era tertulia habitual de meriendas y comidas como llevaban la faena cada familia del pueblo. ¡Qué bien!, ya hemos acabado de trillar, ahora segaremos la alfalfa, regaremos, y ver si para la próxima semana empezamos a limpiar, dijo el padre de la casa.
Máquina aventadora
La limpiadera, como con retranca se llamaba, era un trabajo más llevadero, con aquellas maquinas aventadoras, a las que en la mayoría de los casos acoplaban un motor de regar, lo que evitaba darle a la manivela para tener que mover las pesadas cribas con la mano. Se seguía madrugando, pero no tanto, en esto no participaban las reses y eso también hacia a la gente estar con más libertad y descuidada. La verdad es que ahora las vacas, una vez acabada la trilla y que en el campo ya no había  gavillas se iban para los rastrojos ya que el alcalde una vez comprobada la situación, había dictado campo abierto para ellas. El chico o el abuelo de cuidarlas se encargaban. 
 
Y así seguimos limpiando. El motor, acoplado a una polea, o la mano del hombre, mueven la máquina, otra persona echa con la bielda la mies a la tolva y otra más se encargará de desviar y acumular la paja que sale para atrás y también amontonar el grano que la aventadora echa para adelante.Un parvón es un montón de mies ya trillada. Ya tenemos limpio un parvón, alguien comento, pero el grano aún queda demasiado sucio, con pajillas y malas semillas, por eso era necesario pasarlo otra vez por la aventadora, lo que llamábamos acerandar. Ahora cuando ya sale el grano acerandado, está listo para meterlo en sacos y llevarlo a la panera; la de casa o la comarcal, para vender, si sobraba.
 
Algo más de una semana solía llevar la limpia y cuando acababa, como siempre, otra faena esperaba: meter la paja en los pajares, arrancar los titos, garbanzos. Para meter la paja, se ponían en los carros unas redes con unos palos que llamaban armantes, para llevar más paja y por tanto dar de casa a la era menos viajes. La paja junto con el pienso y la hierba seca, era la base de la comida del ganado y había que aprovecharla toda. También se destinaba a mullir cuadras de las mismas vacas, cerdos, caballos, ovejas etc.

Recogiendo  garbanzos
Estamos a mediados de septiembre. Hemos acabado de meter la paja y estamos acabando de arrancar los titos y garbanzos. Cuando se acabe, en dos o tres días más se trillaran y limpiaran, pero estos sin aventadora, con el bieldo. Echando vendadas al aire para que este se encargue de separar el grano de la paja.

Acerandando  alubias
Ya está toda la paja en el pajar y el grano en la panera. Bueno, solo unos pequeños montones de barreduras van quedando por la era, también nos quedan las granzas. Las granzas era el cereal sin descascarillar que no atravesaba las cribas y salía par otro lugar de la aventadora que llamábamos "la gatera". Había que trillar de nuevo las granzas para que por fin saliera el trigo de su cápsula y por su puesto después limpiarlas, junto con esos montones de barreduras que comentábamos. Había que acabar de encerrarlo ya todo y por fin dar una barrida total a la era, y hasta el próximo año; a no ser que el labrador también tuviera alguna alubia que recoger en cuyo caso se prolongará hasta octubre. Las alubias no se pueden trillar y hay que sacarlas de su vaina a golpes de palos, de horcas, de lo que sea, cada dos o tres días, a medida que se van secando. 

El labrador está contento,  ya ha acabado con las faenas del verano, pero... el otoño esta encima, y vuelta a empezar, a sembrar. Este hombre no sabe de vacaciones. Los días siguen menguando poco a poco, el frío se va notando cada vez más y la rueda del tiempo hace que se tenga que enfrentar a las tareas de otoño un año más. 


LA IGLESIA,  D. RAMÓN

Desde niño siempre conocí, en mi pueblo, a un cura viejo, muy viejo. Debía de haber sido siempre viejo, pensaba entones yo, se llamaba D. Ramón.

Iglesia de Palazuelo
A pesar de sus ochenta y tantos años atendía dos iglesias: la de ViIIarmún y la de mi pueblo, Palazuelo. La iglesia de mi pueblo, que por lo poco que sé, deduzco que debe ser de finales del siglo XVIII, es una iglesia  sencilla con paredes de adobe y una pequeña torre de piedra, donde dos campanas, la José y la María, se encuentran apostadas prestas a los mensajes que la comunidad las pueda mandar. Para acceder al campanario, que ahora es una escalera de hierro, entonces había una gran escalera compuesta por dos largos  maderos,  sujetando los troncos  que hacían de escalones, en muchos casos, rotos o  destartalados. A la entrada de la iglesia, como en casi todas, hay un portal donde D. Ramón nos explicaba el catecismo en los días buenos. Ya dentro reclinatorios se disponían hacia delante, donde se ponían las mujeres y bancos hacia atrás para los hombres, con un pequeño coro al que se accedía subiendo tres o cuatro peldaños. En el coro se solían poner los mozos y también algún casado. Cuando había misa cantada, de fiesta o de difuntos, los señores que la cantaban lo hacían desde el coro. Allí estaba también la pila bautismal. Delante de los reclinatorios de algunas mujeres, las más viejas o las más ricas, estaban los hacheros donde ponían velas a sus muertos y el cura venía a dar responsos al acabar las misas de difuntos. Al fondo el altar mayor con la Inmaculada, que es la patrona, en su hornacina; e imágenes de Jesucristo, y santos importantes para el pueblo. Con velas situadas por todo el altar, difíciles de acceder con aquel palo con una velita al final, que ponía a prueba el pulso de los monaguillos y el mayordomo cuando había que encender aquellas de lo más alto.


Inmaculada Patrona
 Antes del altar mayor a la derecha, había otro altar, con algún que otro santo más. Este altar se solía habilitar solo por Jueves Santo y Viernes Santo y el altar mayor en estos días se tapaba con una gran tela blanca que llamaban el Monumento. Frente a este altar en la otra pared colgaba un cuadro grande, imitación del cristo de Velázquez, bastante deteriorado. Antes del altar pequeño había una pequeña puerta que daba acceso a la sacristía. Dos bancos en primera fila, antes del altar mayor, adosados a la pared, servían para sentarnos los niños.

En Villarmún, D. Ramón, decía misa los domingos y algún raro día de labor. En mi pueblo la decía todos los días. A hora temprana, se amarraba a la cadena que desde el coro se unía con el badajo de la campana, y daba, más o  menos, las cien campanadas de rigor. A diario acudían unas pocas mujeres, junto con la sobrina del cura y los dos monaguillos. Si la misa era de difuntos y cantada, acudiría el hombre encargado de dar la réplica a los cantos del oficiante. Casi todos los chicos del pueblo pasaban por las funciones de monaguillo unos años, desde los 6 0 7 a los 11 0 12. Yo también fui monaguillo, empecé cobrando 30 céntimos y acabe con una peseta en algunos casos, que podía ser superada en bodas, bautizos, entierros y demás actos especiales, cuando a D. Ramón le caían estipendios superiores o propinas, sobre todo en las bodas.

 
Con su latín trepidante, en poco más de diez minutos, decía su misa. Contestábamos también en latín, comiendo la mitad, sobre todo cuando la contestación era larga, como el Confiteor; pero acentuando siempre lo último, ya que, a veces solo habíamos aprendido el principio y el  final. D. Ramón, no sé si se enteraba o no, o es que veía nuestra buena intención, nunca nos dijo por esto nada. Al acabar la misa, cuando nos íbamos para la sacristía, descargaba el cura las monedas de los responsos encima de aquella  cómoda y hacía uno o dos montones de perras para pagarnos, según hubiéramos estado uno o dos monaguillos.

¡Cuántas anécdotas de monaguillos!  El Día de Difuntos, las mujeres llevaban trigo a ofrecer en sus azafates (canastillos de mimbre) el cura lo bendecía pero después nosotros se lo teníamos que llevar para casa. A veces se demediaba un saco y jobar como pesaba, el trabajo que nos costaba con nuestros pocos años llevarlo 200 y pico metros que distaba la casa del cura de la iglesia.


En Semana Santa desde la misa de Jueves Santo hasta la de resurrección, no se podían tocar las campanas y los monaguillos gozábamos con nuestras matracas y carracas para avisar a las horas de los actos religiosos. El Sábado Santo, teníamos que llenar la pila bautismal de agua; con medios cubos, como podíamos, desde la fuente, que estaba subiendo una cuesta de 250 0 300 metros. Claro que por cualquier trabajo extra D. Ramón nos recompensaba con algunas de aquellas grandes monedas de 10 céntimos. En Semana Santa, las celebraciones y ritos eran abundantes y la gente participaba. Los mozos y las mozas cantaban a coro, había procesiones en Viernes Santo, en Pascua una gran cruz con el Cristo era llevada por un mozo de los más fuertes y aguerridos, aun así mirábamos mucho para él y se veía que le costaba, sudaba. La sobrina del cura en Viernes Santo llevaba a los mozos y mozas que cantaban, limonada y galletas y los monaguillos andábamos listos para poder participar en aquella fiesta. Toda esta semana con sus múltiples misas, rosarios, procesiones, calvarios al venir el alba; toda remozaba una languidez y tristeza mezclada con retazos de alegría, casi de felicidad por todo el señuelo tanto material como espiritual que por allí desfilaba. Era sabor a roscas que se hacían en aquellos días por canastas, a vacaciones, a celebraciones que más que religiosas para nosotros representaban obras de teatro, por más que D. Ramón, trataba de inculcar, incluso a los más pequeños, lo que aquello significaba.
 
D. Ramón. a pesar de sus años, seguía incansable con todos los actos y ritos religiosos, su breviario en las manos y sus paseos con el paraguas adosado al codo por si fuera necesario, tanto para la lluvia como para el sol. Antes que el médico, el cura se enteraba de las enfermedades, sobre todo si se trataba de niños, y allá iba para mirarle la lengua,  tomar con su mano la temperatura y al final asegurar en la mayoría de los casos a los padres, que aquello no tenía mayor importancia; se curaría pronto con el remedio casi siempre casero que el aconsejaba. Aunque cuando lo veía más feo era el primero que requería cuanto antes la presencia del médico.
 
¡Y los sermones de D. Ramón! Eran temidos, sobre todo por los ricos a los que con frecuencia mandaba al infierno sin remedio, mientras sus puños temblorosos gesticulaban y su cara se enrojecía. Como casi todos los curas de antes, nos hablaba mucho del infierno,  demasiado; pero nos animaba porque si como dije a los ricos les mandaba pronto para allá, a los niños en cambio nos aseguraba el cielo, siempre recordando palabras del evangelio. A veces había algún gracioso que desde los últimos bancos del coro cuando el cura les mandaba al infierno contestaba: porque tú lo digas, lo que provocaba risas y susurros que enfurecían más al pobre cura.

D. Ramón explicaba la Doctrina Cristiana, (se decía así, no catequesis) con sumo interés y eficacia. Dicen que cuando era más joven era más severo, que incluso se le escapaba algún castigo, pero ahora de viejo era siempre todo bondad, la única severidad era la machaconería constante hasta que aprendiéramos lo  que pretendía. Recuerdo cuando nos instó a aprender la letanía, le preguntamos si en latín o en castellano, nos contestó que como quisiéramos, así que unos lo intentamos en castellano y otros en latín. Entonces allí se rezaba en latín y algunos lo creían más fácil de haberla oído tantas veces. Al final resultó más fácil el castellano y muchos de los que se habían inclinado par el latín cambiaron la opción. También es cierto que en lo del catecismo y la doctrina el cura contaba con  un aliado ideal: el maestro, que nos hacía también aprender estudiar eso mismo y nos embutía el sábado el evangelio del domingo a fuerzas de hacernos leerle muchas veces, hasta que se nos quedara, para preguntárnoslo y rematarlo con sus explicaciones. El cura era todo amabilidad, pero el maestro nos exigía con amenazas de castigo. Así creo que más por la amenaza del maestro que por la bondad del cura, acabábamos todos sabiendo lo que se proponían.


EI sonido de las campanas era fundamental en la vida del pueblo. Había toques para avisar de actos y sucesos, desde el más rutinario para avisar los actos litúrgicos, hasta los más excepcionales como tocar avisando de fuego, pasando por los más diversos: toque de gloria, de difuntos, toque de aviso a los vecinos a facendera o concejo, etc. por supuesto el volteo de campanas era un toque de distinción y alegría que los mozos ejercitaban en los días de procesión y fiestas solemnes. Cuando una vez con doce o trece años intentamos en la torre voltear las campanas cuatro chavales, apenas las balanceábamos un poquito y su sonido era raro e impreciso, y apareció el Tío David que desde abajo nos amenazaba con su cacha, porque decía que parecía que estábamos tocando a muerto. Nosotros le hicimos caso, al menos de momento, y con maliciosa deducción   imaginamos que como era tan viejo pensaría que la gente le daría por difunto  al oír aquellos toques. Lo que aún no me explico es como pudimos mi quinto y yo con apenas cinco años, subir por aquella escalera destartalada  al campanario para tocar las campanas. Sobresaltamos al pueblo, aunque apenas las sacamos unos mínimos sonidos, y para rematar como queriendo redondear la faena y sentimos menos niños intentamos bañarnos en un charco, el Pozico, de los aledaños de la iglesia, nos descalzamos y anduvimos pululando por el agua. Ni que decir tiene que tuvimos después nuestros problemas en casa. 

   
Había tres fiestas en el pueblo. La mayor, dos días, 8 y 9 de septiembre, dos patronas el 8 de diciembre y el día que terminaba la novena, que todos los años por mayo, se hacía a la Inmaculada. Digo había porque ahora fiesta, fiesta, solo queda la principal de septiembre. Fiestas de ilusión más que de nada, de invitados, familiares en casa, de rebuscar en la hucha para comprar alguna ropa o para gastar en la señora que vendía los dulces, la caramelera. De atreverse con apenas unos años a sacar a bailar a las niñas, que en la mayoría de los caso nos daban calabazas. De ver por todas partes camisas blancas y corbatas cuando el resto del año eran remiendos, cuadros y manchas lo que más abundaba. Fiestas que esperábamos con inusitada alegría y que despedíamos con gran nostalgia, porque para nosotros eran las únicas fiestas del año con los famosos tamboriteros, junto con las de uno o dos pueblos cercanos que en las bicis de nuestros padres pudiéramos acercarnos.
 
Comienza la fiesta
D. Ramón, la iglesia. Domingo de Ramos, Pascua, Cuaresma, Carnaval, fiestas solemnes. Fiesta grande del pueblo el 8 de septiembre. Todo al recordarlo me retrotrae a un estado entre aventurero y festivo, remozado con la ilusión, la ingenuidad y la alegría de aquellos años de niño.
La iglesia sigue allí. En pie gracias a las reformas y arreglos que hicieron D. José María, que fue el cura que sucedió a D. Ramón, D. Benjamín, el cura que sucedió a D. José María y D. Heleodoro que es el que  está ahora. D. Ramón se murió cuando yo tenía 15 años, pero su espíritu de entrega y abnegación cristiana, de hombre de bien, siguen vivos en el recuerdo de aquellos niños y gentes de mi pueblo.  

      
LA ESCUELA, D. EULOGIO.

Aquel día mi madre me restregó las narices y las orejas como no había hecho nunca. Mi padre, impaciente la advertía que ya se acercaba la hora, había llovido y las calles aunque fuera septiembre, estaban llenas de barro, así que mi padre se puso las madreñas y me subió a sus espaldas, a burro que decíamos entonces, y a la escuela. Al llegar, el Señor Maestro estaba esperándonos en la puerta de la escuela con otras dos niñas  también  acompañadas de sus padres. Enseguida llego el niño que faltaba de los cuatro que éramos nuevos, el maestro se despidió de los padres y nos abrió la puerta de la escuela para enseñarnos lo que sería nuestra primera ubicación. Era una mesa chiquitita rodeada de cuatro sillas pequeñitas, parecían hechas a la medida para nosotros. Nos sentamos los cuatro y comenzamos a viajar con la mirada por los distintos rincones. Un local pequeño, la mesa del maestro al fondo, un gran sillón de madera,  lo que llamaban rodezno debajo de la mesa. El rodezno era un anillo de madera apoyado en tres tacos donde el maestro ponía los pies. Un crucifijo, un cuadro de Franco en la pared del fondo. En la pared de la izquierda un encerado viejo y roto y un armario con unos cuantos ejemplares del Quijote, diccionarios y  otros tantos libros más. En el lado derecho, otro encerado, este mas nuevo y grande y mapas grandes de España que se iban sucediendo ocupando casi toda esa pared. El suelo eran tablas enormes a la larga, bastante mal niveladas y encasilladas en las que, especial mente, a los más pequeños nos resultaba muy fácil tropezar. El techo también de madera con un montón de vigas que lo atravesaban cada metro más o menos. 



En aquel lugar asistíamos a nuestras clases 18 o 20 chicas y chicos. Los cuatro pequeños éramos ahora los niños mimados. Unos días haciendo más o menos lo que queríamos, pero ya nos dábamos cuenta que con los mayores era diferente y que además había de vez en cuando alguna torta para ellos. Las primeras bofetadas que vimos que daba a los mayores el maestro, nos impresionaron bastante. Así los días pasaban y poco a poco a los benjamines se nos hacía trabajar cada vez más y más en serio y fueron llegando las primeras dificultades y también los primeros capones.
 
¡La escuela! 6 años, ¡Cuantos recuerdos! Días lluviosos, muy lluviosos o fríos, de otoño e invierno en los que el temporal nos invitaba a quedarnos en la escuela hasta en el mismo recreo charlando o jugando a juegos de mesa. Días, casi todos, donde aprovechábamos tanto los recreos como los tiempos adelantados que procurábamos llegar, para disfrutar con gran pasión de los más diversos juegos. Unas veces los hacíamos conjuntamente, chicos y chicas, otras separados cada sexo,  según preferencia. 

La tarusa era un cilindro de madera, unos 20 cm de alto con un diámetro de 6 en sus extremos que se iba menguando hacia el centro donde se quedaría en 3 o 4. La pinábamos y encima poníamos los cartones o, incluso a veces, (las menos) las monedas de 5 o 10 céntimos que nos jugábamos. Había que derribarla desde una distancia de 10 a 15 metros lanzando unos tejos de hierro, si la tirabas ganarías los cartones que hubieran caído en una determinada posición según tú la hubieras pedido con antelación: caras o culos. Los cartones eran las tapas de cajas de cerillas, con futbolistas o cualquier otro motivo dibujado. Los mayores siempre llevaban las de ganar y tenían montones de cartones, los pequeños, por el contrario, se quedaban con frecuencia sin ninguno. Mientras las chicas podían estar saltando a la comba, juego en el que a veces nos colábamos nosotros. También jugaban las chicas a las tabas, que eran unos huesos de las articulaciones de las rodillas de las ovejas, que admitían cuatro posiciones sobre tierra y que de menos a más difícil deberían ir poniendo mientras una especie de canica o bola de cristal de unos dos cm de diámetro era lanzado al aire para una vez plantada la taba ser recogido de nuevo. El escondite nos solía unir a los dos sexos, aunque al Señor Maestro, no le gustaba mucho que lo hiciéramos juntos y con frecuencia, con cierta ironía y delicadeza expresaba, sobre todo a las chicas, su disconformidad en que jugaran con nosotros. El calvo era un palo de tres patas, o tres palos que convergían en uno. Las tres patas servían para pinarle sobre una raya. Con una vara desde unos metros se intentaba tirar el calvo, si era derribado era la ocasión para pasar a recoger la vara que habría, como es natural, traspasado la raya del calvo. Solamente después de haber pinado el calvo el calvero, el que lo pinaba, podría con una pelota de trapo intentar dar a los que pasaban la raya para buscar su vara, si daba a alguno, este se quedaría de servidor del calvo, para ponerle en  pie mientras los demás tiraban. La peonza, todos sabemos lo que es, nos ocupaba, a temporadas, ratos deliciosos. Al corro, aunque era decían de chicas, jugábamos, con frecuencia, con ellas. Era sobre todo gracioso lo que se cantaba en el corro de la patata. Se giraba agarrados de la mano alrededor del que estaba dentro, al final el canto decía: tú besaras a quien te guste más. Y esto claro, siempre era motivo para risa y cachondeo. Si besaba a su novio o novia oficial, (en la escuela enseguida se ponía a todos su novio o novia) por eso mismo, si besaba a otro u otra distintos daba pie para llamarle cobarde. Si era uno mayor el que basaba a una pequeña o viceversa tampoco parecía bien no lo aprobábamos y decíamos entre otras cosas: no vale, no vale. ¡Cuántos juegos! El de las peñas: por cierto, que alrededor de la escuela había y hay muchas; consistía en pasar de una a otra mientras el que ponía intentaba darte con una pelota siempre que no estuvieras en alguna de dichas peñas. Si te daban pasarías a coger la pelota e intentar dar a otro. Las canicas, las carreras,  los saltos. Juegos de pelota, frontón (la pared la llamábamos nosotros), fútbol, resbalar y tantos y tantos más. Con frecuencia cambiábamos de juego, con los meses y las estaciones, probablemente sería porque cada tiempo era aconsejable climatológicamente para un determinado juego. Los juegos que nos obligaban a distanciarnos de la escuela, debíamos estar al tanto para cuando llamara el Señor Maestro, porque si te descuidabas unos segundos, el cachete, según ibas entrando, en la parte posterior del coco, era muy  probable.

  
Dentro de la escuela las horas pasaban al compás que el maestro nos marcaba. Era un buen maestro D. Eulogio, aunque tenía, para mí, un gran defecto: no aceptaba la menor capacidad da algunos y les exigía más de lo  que podían,  con lo cual los castigos y bofetadas eran casi siempre para los mismos. Por el contrario los que estaban más capacitados les exigía menos de lo que podían dar y sus horas en la escuela transcurrían sin grandes complicaciones, aunque se podía atropar algún tortazo por falta de atención o cualquier otro motivo. Como aquella vez en que rezando la oración de salida sople más de lo que pretendía en una chifla de madera, echa por mí mismo. ¿Quién ha sido?, -pregunto el maestro. -Yo. -Contesté, sin remedio. Me llamo a su lado.  Es que se me escapo. -Insinué yo. Me dio una gran bofetada. Un pedo se puede escapar, esto no, me contestó. 

D. Eulogio se esforzaba en explicar y lo hacía muy bien, con ejemplos sacados, en la medida de lo posible de la vida cotidiana. En cualquier explicación podía dejarnos boquiabiertos por la pasmosa facilidad en que acababa lo que al principio era incomprensible. Las matemáticas, los problemas, eran la asignatura estrella para él, junto con la escritura y lectura y algo de geografía. En los problemas sí que nos dividía en grupos según la dificultad del problema, a la vez que nos mandaba separarnos unos de otros para no copiar: dispersaos como los judíos por el mundo entero, decía. Aunque acabáramos pronto con el problema, nos comunicábamos por señas y no íbamos a enseñárselo hasta que todos, a ser posible, lo hubiéramos hecho, aunque fuéramos poco a poco de uno en uno disimulándolo. Esta era la forma de que nos pusiera menos problemas y de que los más torpes se defendieran un poco. A pesar de todo algunos problemas nos resultaban tremendamente difíciles y teníamos que hacer verdaderos malabarismos para resolverlos. Más tarde cuando en el instituto nos enseñaron a resolver sistemas de ecuaciones, por ejemplo, nos dimos cuenta de lo fácil que hubiera sido con aquello resolver los problemas del maestro.

  
En los días fríos cuando llegábamos, el Señor Maestro, ya había encendido la vieja estufa de carbón y  nos permitía calentar nuestras manos entumecidas para que entráramos en reacción. El calor de la estufa era aprovechado para, a media mañana, calentar la leche que nos daban en la escuela. En una cazuela grande echaba el maestro agua y leche en polvo, un chico cada día se encargaba  de revolver hasta que todo aquello quedara homogéneo, a continuación el maestro lo pondría a calentar en la estufa, o en su cocina,  la escuela estaba adosada a su casa, o mejor dentro de ella, cuando estaba caliente la repartía entre todos, que previamente nos habíamos puesto en una cola con nuestros tanques o vasos. Dos cacetadas de momento para cada uno. Los que desearan más podían repetir, si sobraba.
 
La escuela. Hoy nos ajuntamos, mañana ya no.  Hoy nos prometíamos amistad para siempre y al día siguiente nos cambiábamos de bando. Hasta dinero nos apostamos para no desajuntarnos. Éramos malos, muy malos, a veces, siendo aún tan niños. Claro que como se dice había de todo en la viña del señor.
 
Por la mañana la leche, por la tarde a la salida el queso. Nos daba el maestro un buen trozo de queso del que aún recuerdo su sabor,  bastante amarillento y pegajoso. A la mayoría, no es que mucho nos gustara; pero el hambre a esa hora no se andaba tampoco con muchos remilgos.
 
Fue un tiempo estupendo el de la escuela. Corriendo a buscar minutos  tanto a la entrada, como a la salida para disfrutar de nuestros juegos. Corriendo, siempre corriendo, como queriéndole robar tiempo al tiempo, cuando lo teníamos aun todo por delante. Corriendo también para hacer las labores que ya nos mandaban nuestros padres, a pesar de ser tan pequeños, para acabar cuanto antes y volver con los otros chicos a la marcha, a merodear, saltar, correr, jugar por los recovecos del pueblo. Tiempo de la escuela, de revoltijo, de primeros desengaños, de horizontes sin límite. 


ANELO, EL BARBERO.


Después del cura y el maestro, Anelo, el barbero, era el personaje con más carisma e influencia entre los habitantes de mi pueblo. Era una persona de mediana edad que acudía fiel a su cita con la clientela a cortar el pelo o  a afeitar todos los viernes del año.


El lugar para ejercer su trabajo iba rotando cada día entre los vecinos que rasuraba. En invierno solía ser en el establo donde aplicaba su saber, o en la cocina si no hubiera establo en unas mínimas condiciones. En verano se instalaba en algún portal fresco de la casa. 

  
Acudía en invierno Anhelo a mi pueblo por la tarde, cuando los chicos salíamos de la escuela, porque a nosotros era a los que primero arreglaba. También los más viejos eran de los primeros, para que volvieran de día a casa. Ya con la noche aparecían los mozos y los hombres, tras realizar sus labores en el campo. En el tiempo caluroso, acudiría mientras siesta, que era cuando mejor podía pillar a la gente en el pueblo resguardándose de calores y rigores.
 
Anhelo cobraba anualmente. En otoño cuando la recolección del cereal estaba ya hecha, el pasaba a recoger sus medidas, contadas en heminas de trigo, según la gente que en cada familia acudiera a sus servicios. El hecho de cobrar al año, independientemente de las veces que uno se arreglara el pelo o se afeitara, siempre lo mismo, hacía que en muchas ocasiones los arreglos de pelo fueran muy cercanos. Era frecuente que el padre, o la madre viera la falta en sus hijos a los 15 días, incluso, alguna vez, a los 8 de habérselo cortado. Anelo no hacia ninguna objeción a este hecho, eran menos de cinco minutos los que le llevaban estos casos. Una pasada con la máquina, una palmada en el cuello y... el siguiente.
 
En verano, la gente apenas paraba en la improvisada barbería-peluquería; el tiempo y las labores del campo no lo permitían. En invierno muchos hombres y mozos se quedaban largo rato, aunque ya el barbero les hubiera despachado, seguían en el lugar en los corros de tertulia que siempre se formaban. La mayoría de las veces eran dos los corrillos, las tertulias: una la de los hombres casados, alrededor de Anelo, hablando casi siempre de las cosechas, de los trabajos del campo, de anécdotas mil. La otra un poco más escondida y apartada, era la tertulia de los mozos, y claro, los mozos hablaban de las mozas, de las fiestas, de las novias, de las parejas, de hazañas en bicicleta o a caballo para ir a cortejar, amén de peripecias de la mili, más si había algún militar, como ocurría casi siempre.
 
La mujer de la casa donde acudía  Anelo debía facilitar agua caliente al barbero para sus afeitados. Para mí llevar el agua al barbero era una disculpa para intentar captar las conversaciones, sobre todo las de los mozos que eran las que más me intrigaban, aunque enseguida había alguno que notaba mi presencia y me debía de ir antes de que me echaran. Un hombre de la casa permanecía el mayor rato en la cuadra, procurando sacar las boñigas tan pronto como las vacas la dejaban, para evitar, sobre todo, su olor. En muchos establos había pesebrera, era una especie de cama de tablas elevada y arrimada al rincón de la cuadra donde menos estorbara, donde se podía descansar, a la vez que, por ejemplo, vigilaba el posible parto de los animales que allí se encontraban. Solía estar mullida con paja. Este era el sitio preferido por los mozos para formar su tertulia. El barbero, era el principal iniciador e interlocutor de las conversaciones, pero no por ello, dejaba su trabajo. Solo en algunos momentos álgidos cuando el dialogo exigía un gesto, una sonrisa o una atención especial, desviaba su mirada de la cabeza de turno, pero volvía cuanto antes.
 
Anelo se había casado, por segunda vez, con una viuda mucho mayor que él y cacareaba sus aventuras, mejor desventuras, con aquella señora. Parecía como si se viera obligado a tener una aventura para contar cada semana. Aventuras de malas comidas, de desilusiones, de miles problemas, que, ahora pienso, en la mayoría de los casos,  se inventaba. En invierno, volvía a casa de noche, alrededor de las 11 y las anécdotas que en su trayecto de vuelta a casa le sucedían, también se multiplicaban. Los zorros, los lobos, vagabundos y demás seres raros, se le topaban, con frecuencia y el intrigaba a sus clientes contando sus hazañas con dichos “señores”. 

El barbero empezó pronto a quejarse de que se iba haciendo viejo. Digo pronto porque a mí no me parecía viejo y, además, apenas pasaba los cincuenta. Viejos, para mí, eran los que andaban lentos, con cacha; él no tenía nada de eso. Yo le veía que ciertamente, en su bicicleta andaba cada vez más despacio, en los últimos años ya procuraba no volver  de noche y un día dijeron que Anelo ya no iría más a mi pueblo a cortar el pelo. Yo seguí cortándolo algún tiempo más yendo hasta su casa, pero en dos o tres años lo abandonó totalmente. Se trasladó a vivir al Puente Villarente donde su actual mujer vivía. Me lo encontraba muchas veces paseando par la carretera, cuando yo, un mozalbete de 14 o 15 años pasaba por allí en bicicleta,  enseguida  Anelo, me conocía, yo paraba, y hablábamos, por ejemplo, de la pesca, que tanto le gustaba. Pero seguía con sus quejas y ahora sí que me parecía viejo. Veo muy poco me decía. Se quedó viudo por segunda vez, siguió unos años más con sus paseos y sus penas y un día dejó de vivir. Pienso que se fue porque hacía tiempo que no le interesaba esta vida. Yo, ni siquiera pude ir a su entierro, y bien que me dolió, porque no me entere de su muerte, andaba con mi bachillerato por  León. Creo que fue una pieza fundamental de mi niñez y de aquellos años de mi pueblo. Yo le apreciaba, le quería, como pienso que le quería todo el pueblo. El a nosotros también. 


EL PASTOR, SATURIO.


Saturio era de la añada del maestro, -D. Eulogio-, y el barbero, -Anelo-, aunque parecía más viejo que estos.


En Palazuelo, en aquellos tiempos, todos tenían ovejas, menos el maestro y el cura, que en un tiempo anterior parece que sí que las tuvieron. Cada vecino tenía las ovejas proporcionalmente a las tierras que poseía. Así los ricos tenían muchas ovejas, treinta y tantas, cuarenta; y los pobres pocas, siete u ocho. A los recién casados que aún no habían heredado les permitían tener cuatro. Saturio  no tenía muchas ovejas, era pobre y a pesar de ser el pastor apenas le permitían ocho o nueve. No me extraña porque con las trifulcas que, recuerdo  había en los corrillos por causa de las ovejas, seguramente que ni el mismo Saturio querría tener más.
 
Cada propietario de ovejas pagaba proporcionalmente al pastor en comida, trigo, dinero o lo que hubiera acordado la Junta que por San Pedro decidía lo que se le debía dar por cada oveja que cuidaba. Saturio no tenía ni fiestas ni descansos, solo el día de San Pedro, cuando había finalizado su contrato anterior y negociaban o casi imponían el nuevo. Este día las ovejas correrían a cargo de la junta que se las encomendaría rotatoriamente a algún vecino. Las inclemencias del tiempo impedían raramente que el pastor no saliera con las ovejas y, también raras veces por enfermedad  había de faltar.
 
En verano, madrugaba el pastor a apacentar su rebaño, para volver al aprisco antes del mediodía, hora en que los rayos del sol hacían que las ovejas buscasen la sombra y no la comida. Por la tarde las sacaría otro rato y aprovecharía para que bebieran agua, tan necesaria y difícil de buscar, para todo un rebaño, en ese tiempo. En el tiempo de calor los labradores comenzaban a recoger sus cosechas y a Saturio le resultaba fácil llenar la panza al rebaño con lo  que quedaba en las tierras después de acarrearlas (recoger los cultivos).
 
En la temporada de invierno,  se pasaba el día entero por el campo con su rebaño. Desde las once de la mañana que anunciaba la salida soplando su cuerno de vaca, hasta que la penumbra coincidiera con su llegada al pueblo. Y es que así como en verano las ovejas pernoctaban todas juntas, en una sola majada; en invierno pasaban la noche cada una en casa de sus respectivos amos. Por ello Saturio tocaba el cuerno desde las peñas altas del barrio de Arriba, donde él vivía, para anunciar su salida y que los amos llevaran sus animales hacia la plaza donde se reunirían todas para su salida al campo.

En los atardeceres otoño-invernales, los amos, o los mozos, o los criados, o los chicos; acudían,  acudíamos a la plaza de entrada desde donde se deberían encarrilar cada oveja para casa de su amo. Con frecuencia el pastor aparecía con 2, 3, 4, o incluso más corderillos que como podía cargaba a sus espaldas. Eran las crías de las ovejas que no se las había ocurrido otra cosa, que parir a campo abierto. Cuando esto sucedía las preguntas al pastor se disparaban para ver quien tendría la suerte de llevar a su casa un corderillo. 

Saturio era analfabeto. Nos sentíamos un poco sabiondos los chavales que ya empezábamos a saber algo de leer y escribir, cuando comentábamos que Saturio no sabía, ni poner su nombre. Pero Saturio tenía algo peculiar, que era nuestro asombro: tenía dos dedos pulgares en una mano, o  si se prefiere, el dedo pulgar dividido en dos, que servía para que su huella particular imprimiera una firma singular e indiscutible. Era el pastor bonachón e ignorante, pero su mujer pequeñita y vivaracha se encargaba de cobrar y llevar a buen término todas las cuentas con los vecinos del pueblo.
Lo bueno de aquellos tiempos para Saturio era, que no siendo los días de fiesta, nunca estaba solo en el campo. Se trabajaba, entonces, con los bueyes y las vacas, y las parejas surcaban los más recónditos rincones de las tierras. Era agradable ver aparecer par cualquier risco a Saturio con sus ovejas y perros, que el labrador aprovecharía para echar una parlada con el pastor y que descansara su yunta. 
 
Saturio exageraba, creo yo, contando sus aventuras, cuando iba al barbero. Contaba que se le habían metido raposos en la zurrona, lobos en la majada etc. Aunque nunca mataban ovejas ni pasaba nada mayor. Disfrutaba el pastor contándonos a los chicos sus batallas y se cabreaba si discutíamos o dudábamos de sus historias. Probablemente, pienso ahora yo, sus cabreos y nuestras dudas eran lo más apasionante de la trama.
 
Llegaron los tractores, la gente  se iba deshaciendo de sus ovejas y Saturio se retiró, se jubiló con cincuenta y tantos, por culpa de un asma precoz y se dedicó a cultivar su pequeña huerta, a criar sus gallinas y conejos y a vivir con su pensión. Comentaba con jactancia que aunque su pensión era pequeña, ganaba más que cuando estaba de pastor. No obstante él se sentía agradecido porque gracias a los cupones que los vecinos le habían pagado, podía cobrar ahora su paga.
 
Así pasaron unos años, unos pocos años, en su huerto, cuidando sus animales, en los corrillos de mujeres y jubilados, contando sus hazañas. Los chicos de ahora ya no le hacían caso. Aquel día pasaba yo frente a su casa  y Cecilia, su mujer, me llamó. Ella sabía lo mucho que yo le apreciaba. Me dijo con nerviosismo, aunque ya era una noticia esperada: si quieres ver a Saturio, se acaba de morir. Quedó igual que de vivo, me continuó diciendo. Entré, Saturio estaba en su habitación, en su cama. Ni la muerte había podido arrebatar el gesto bonachón, complaciente y sereno de su cara. 

Ha sido un pequeño recorrido por aquellos tiempos, en la vida de mi pueblo. Contaría muchas cosas más. Daría muchos nombres más, nombres que merecerían estar aquí de pleno derecho. pero... a lo mejor quitar algo, sería lo que debería, para no pasarme de pesado. De cualquier forma, lo siento si pesado he sido, pero resumir más, no sé o tal vez, ni siquiera me atrevo. Gracias.


 Ceferino del Río López   
                                                                                              
                                                                

3 comentarios:

  1. Quiero expresar mi gratitud y admiración para el autor de este blog, Ceferino del Rio Lopez. Realmente es apasionante leer un blog asi, un trocito de historia congelado en la red , compartido con el mundo entero, es un ventana a aquellos tiempos pasados describiendo tan precisimente cada situación puedes volar y sumerjirte en aquella época.Entrar a la escuela, tomarte tu vasito de leche en polvo a media mañana y saborear ese trozo de queso amarillento que D. Eulogio amablemente dispensaba...No tengo palabras para expresar la enorme gratitud y satisfación que tengo al leer un documento como este al más digno estilo del realismo de Miguel Délibes en su novela " Las Ratas". He disfrutado muchisimo, soy tú fan número uno Ceferino, ojalá existiese un Ceferino del Río por cada pueblo de este nuestro maravilloso País y asi congelariamos el tiempo y volveriamos a vivir en aquellos tiempos pasados junto a D. Eulogio y sus problemas irresolvibles y sus carácter aguerrido de antiguo maestro de escuela.Es muy importante recordar nuestro pasado, porque alli es donde se encuentra nuestra esencia como pueblo,nuestras raices, nuestra cultura, nuestro saber. Muchas gracias de nuevo Ceferino, un verdadero placer haberte encontrado por casualidad en la red de redes y poder sumerjirme en un rincón de la historia de España, en sus gentes y costumbres. Nos regalas un pedazito de vida...de historia,de cultura de España.
    Gracias, Gracias, gracias y mil veces gracias o como dirian en el imperio británico...Thank you very much indeed...( indeed para enfatizar lo muy satisfechos que se encuentran por haber coincidido con tu relato hiperrealista ) . Recibe un cordial saludo y mis más sinceras felicitaciones.Tienes toda mi admiración y respeto. De corazón.

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  2. Yo sí que quiero expresar mi gratitud por tus palabras, bastante inmerecidas. Muchas gracias.
    Siempre me quedo con las ganas de saber quien está detrás de cada comentario y en esta ocasión mucho más. No importa, mucha suerte amigo.

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