Último día de noviembre, una pagina del calendario, de la vida que se marcha y no volverá, desde mi ventana se funden un cielo encapotado, con los árboles amarillentos que van soltando sus hojas al compás del viento. Todo parece invitar a la tristeza y la melancolía. No sé porqué el otoño es mi estación favorita, puede que sea porque en el se mezclan el frío y el calor, el amarillo y el verde, la nostalgia y la esperanza, por lo fácil que resulta para meterse dentro de uno mismo y bucear en el fondo del espíritu.
Todo inevitablemente se enreda: vivencias del pasado, con ráfagas del presente e ilusiones del futuro. Surgen preguntas esparramadas en toda una vida. Intentas guiar los pensamientos aunque muchas veces, no lo consigas. Ver el lado bueno de las cosas por más que no resulte fácil. Hay veces que aunque parezca uno estar triste, el alma se siente alegre, hasta surgen momentos que aunque caigan las lágrimas, estas aparecen como sonrisas del alma.
La gente camina rauda por las calles, los coches siguen con sus acelerones y frenadas como si estuvieran en un rally. El trajín del día a día, el intento de abarcarlo todo sin pararse a pensar para qué tanto agobio. Es importante saber y tener un buen destino. Recuerdo que de chavaluco tenía un caballo que me llevaba a muchas partes. Yo montado en él, a veces medio dormido, no me daba cuenta de que llegabamos al lugar pero tampoco hacía falta, el Moro, mi caballo, se paraba por su cuenta al llegar al destino, a la tierra que aquel día tocaba trabajar, yo le daba unas palmadas en su cuello para darle las gracias y al tajo.
jhann Wolfgang Goethe -El Conficendial- |
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