La noche iba apareciendo por las montañas lejanas, el agua del arroyo seguía inmutable en su ruido y su camino. Ruidos extraños, aullidos de lobos y graznar de cuervos se mezclaban a lo lejos.
En aquella choza perdida en las montañas que guardan las aguas del pantano del Porma, allí estaban los cuatro: Saturio, Palmira, el Trosqui, y el Nei. Saturio con la gorra apresada entre las rodillas y el pensamiento y la mirada puesta en su niña Palmira. La niña estaba enferma, siempre había sido débil, delicada, desde que su madre la canjeara la vida en aquel triste parto. Como todos los niños, Palmira nació llorando, como muchos, demasiados; Palmira vivió sufriendo. Aunque la sonrisa arrancaba a veces de su mejilla, era una sonrisa tranquila, lánguida que regalaba a sus perros y corderillos cuando jugaba con ellos, o a su padre cuando la contaba cuentos de la realidad, historias de la vida que eran verdad.
Siete años a caballo entre la vida y la muerte, la sonrisa y el dolor, lo posible y lo imposible. Saturio lo supo a los dos años cuando cansado de darle los beberajes y potingues que le aconsejaban, la llevó a un especialista, aunque nunca lo creyó. Vivirá, vivirá; se decía millones de veces, pero las últimas semanas habían precipitado la enfermedad. Palmira llevaba días en la cama sin poderse mover apenas y aquella tarde de San Juan la razón le decía que se estaba acabando. El corazón se le desbocaba mientras seguía repitiendo: no, no, no.
En aquella camita echa con madera de la montaña, con tanta ilusión y amor antes que naciera, la niña seguía luchando por su vida. La cara amarillenta, gotas de sudor se apiñaban en la frente, con una mueca extraña de pena y alegría a la vez, de dolor y de placer. Parecía que sonreía, pero no era una sonrisa normal, era… como una sonrisa del alma. Saturio de vez en cuando bajaba la mirada para que su niña no apreciara esas lágrimas que deseaban marcharse y sus párpados a duras penas lograban retener.
Trosqui, el mastín también estaba allí a los pies de la nena apoyado en sus nalgas, con un semblante grave como si conociera los acontecimientos, seguro que lo intuía. De vez en cuando movía la cabeza para abajo y hacia los lados, dando un mínimo aullido, tal vez de impotencia y dolor. El Nei, el perrito pequeño que tantas veces la había guardado los pañuelos, manchado el vestido y roto las zapatillas también, claro, estaba allí al lado de Saturio con las patas delanteras subidas en el camastro; las orejas caídas, de vez en cuando salía y ladraba y volvía a entrar como queriendo llamar la atención a todo el mundo de lo que allí sucedía. Fuera los corderillos y las ovejas balaban más que nunca y Saturio, en busca de ayuda, se acordó de Alicia, su mujer. Ayúdame, le decía, ayúdame. La niña no la había conocido pero sabía bien como era. En esos cuentos reales que su padre le contaba: todas las hadas, todas las mamas eran hasta en su cuerpo como mama Alicia, como él la recordaba. Sacando fuerzas del último rincón, la niña se sentó en la cama, su padre no entendía; con la voz entrecortada le dijo: papa quiero irme con mama y quiero que tú también vengas.
Ambos se fundieron en un abrazo; la niña respiraba más de prisa aún y temblaba, temblaba. El padre ya no pudo más y dio libertad a sus lágrimas que resbalaban por la melena de la niña en una caricia sublime. El Nei subía y bajaba de la cama dando ladridos entrecortados. Trosqui daba vueltas y aullaba con un sonido débil, largo y desgarrador y las ovejas y sus corderillos balaban suavemente. Palmira había muerto. Saturio la desvió bruscamente, la tambaleo por los hombros casi brutalmente ¡No! ¡No! Sí, había muerto. De nuevo la apretó a su pecho y comenzó a hablar en voz alta ¡Por qué!, ¡Por qué! La última frase de la nena pasó por su mente: "Papa quiero irme con mama", y una extraña sensación de amarga conformidad le invadía. La niña había sufrido ya mucho y seguro estaría mejor con su mama. A él le quedaban sus perros, sus ovejas y sobre todo la esperanza de un día reunirse también con ellas. Seguía recordando: quiero que tú también vengas. Si yo pudiera irme ahora con ellas, pensaba el pastor, y toda su vida paso en unos instantes por su mente. ¡Cuántos trabajos y sufrimientos! Debía tener razón la abuela que le enseñó a leer, a rezar, a ser valiente cuando los lobos aullaban a unos pasos, ahora tenía que ser más valiente que nunca. Algún día habría justicia. Dio un suspiro, se levantó, secó sus ojos con los brazos, bueno amigos, dijo a los perros: hay que hacer algo.
El pueblo estaba lejos y para qué ir al pueblo, su familia ya no estaba allí, como no fuera algún pariente lejano y de nuevo le reprocharían enterrarla en la montaña, como hicieron cuando Alicia. Ellos decían: un entierro digno, con misa solemne y sepultura en el cementerio, adosada a una gran cruz.
¡Que sabían ellos donde podían estar mejor su mujer y ahora su niña! Donde mejor que en aquella montana rodeadas de todos los animales y plantas que siempre las habían acompañado. Donde mejor que allí, cerca de sus perros y ovejas. No, no diría nada a nadie, la enterraría al lado del reguerucho, junto su madre. No podía hacer caso a los hombres y Dios …, que iba a echarle en cara Dios, si aquella montaña era la mejor catedral para hablar con él. El Trosqui y el Nei acercaron las zarpas a su cuerpo como dando su conformidad.
Cambio a la niña para su cama, desbarajusto la que con tanto cariño había hecho y con sus maderas construyó la caja. Y rezaba y hablaba con los perros y hablaba con la nena, con Alicia con Dios: ayudadme, ayudadme. Así toda la noche.
Los primeros rayos de sol se colaban por las cumbres, el tiempo no daba para más, el cortejo ya estaba formado no había nada que esperar. Con Palmira a hombros de su padre se dirigieron los tres a cavar la sepultura. ¡Que cortejo tan especial! Saturio y sus dos perros. El Nei delante a carreras para volver otra vez al lado de su amo, el Trosqui al lado de Saturio con paso lento y ceremonioso hasta llegar al lugar.
Allí, al lado de mamá Alicia, comenzaron a hacer un hueco para la niña, Saturio cavaba y los perros con sus patas le ayudaban a sacar la tierra. El cuerpo de Palmira en su cajita de madera al lado. Aún quedaban por amarrar las últimas tablas. Saturio las había puesto provisional para poder contemplar alguna vez más el cuerpo de la niña.
Por fin acabaron con las ultimas paladas de tierra, de nuevo el pastor prorrumpió en un llanto desgarrador abrazado a la caja. El Nei ladraba y saltaba de un lado a otro del féretro, Trosqui con la cabeza cabizbaja lanzando miradas de pena. Saturio musitó unas palabras en bajo a su Palmira: adiós hija mía no sé cómo viviré sin ti, algún día nos reuniremos de nuevo con tu madre, no me olvidéis; ayudadme, ayudadme. Su último abrazo, su último beso.
Ayudado por unas cuerdas posó la cajita en la fosa. El Nei seguía saltando de un lado a otro de la fosa, el Trosqui con la cabeza acurrucada al hoyo, sabe Dios qué pensaría. Cogió la primera palada de tierra con lágrimas y palabras entrecortadas dijo de nuevo: adiós, hija mía, no me olvides, ayudadme. Y como si se hubiera vuelto loco, tiró y tiró muy deprisa aunque suavemente la tierra a la fosa. Se acabó. Con las fuerzas que le podían quedar, lanzo la pala lejos, agachado cogía punados de tierra y mientras la apretaba fuertemente con sus manos, ahora rezaba y rezaba. Así largo rato.
Los balidos lejanos de ovejas le recordaron que le necesitaban y murmurando la frase de siempre: no me olvides. Adiós, ayudadme; regresaron a la cabaña.
Días meses seguían implacables su ritmo, para Saturio no existía el presente, solamente los recuerdos del pasado gravados en su mente y la esperanza de un futuro reunido con ellas le importaba ya. Con estos recuerdos y esperanzas seguía cuidando sus ovejas. Todos los días mientras las guardaba, atropaba flores muchas flores para llevarlas a las tumbas y de nuevo recordaba y regaba con sus lágrimas aquel terruño sagrado.
Así un día y otro se fue pasando el verano, los fríos del otoño se venían acercando y las nieves tras ellos. Como todos los años antes que estos llegaran tenía que bajar con sus ovejas a las tierras bajas de León, en aquel pueblecito ribereño del Porma como tantos otros años pasaría el invierno.
A riesgo de ser cogido en la montaña por la primera nevada, apuró unos días más, hasta los últimos de octubre. Larga despedida en su camposanto particular y con gran dolor bajo huyendo de nieves y fríos.
Duro y largo invierno para él y la viuda que le hospedaba todos los años, con la ausencia de la niña; ya no jugaban como tantas veces los tres a los juegos y enredos que la vieja les había enseñado. Ahora hablaban y hablaban y de cuando en cuando grandes huecos de silencio y la viuda de nuevo le intentaba distraer con nueva conversación, hasta que una mirada de Saturio le pidiera clemencia y de nuevo el silencio. ¡Que cortas habían sido aquellas noches de invierno! ¡Que largas las de aquel año! Cuando el frio, la pena les penetraban sin remedio, por más que lo intentaran, hasta las fibras más profundas. Sin saber de qué hablar solo recordar, solo esperar.
Las yemas de los ciruelos empezaban a abultarse, los días iban ganando en color y alegría, se veían bandadas de pegas buscando pareja; la primavera debía estar cerca pero las nieves seguían cubriendo la montaña unos días más y ya podrían subir.
Sin esperar hasta abril como otros años; a mediados de marzo, Saturio aquel día madrugó con sus ovejas dispuesto a subir, había que aprovechar las primeras luces del alba para que la noche no les cogiera en el camino, iba contento tan contento que de cuando en cuando tarareaba una canción. Ya nos queda poco mirad, aquella es la montaña, dijo a sus perros. En los últimos metros dejó a estos guiando su rebaño y corrió al lugar de las vidas de su vida. De nuevo las lágrimas el dolor pero a la vez muy dentro de su alma un remanso de paz y alegría. Pero, ¡que era aquello! En la tumba había mucha hierba, más no eran hierbas normales ni malas, eran brotes de flores que adornarían el lugar siempre frescas sin que las trajera todos los día, flores que tal vez sus lágrimas habían humedecido, empapado y hecho germinar sus semillas. Y al día siguiente cabo allí muy cerca. ¡Cielos!, no podía fallar, brotó una fuente con la que regaría las flores cada primavera.
La barba totalmente blanca aquella contextura fuerte se tornaba débil enclenque enfermiza. Aquella primavera, Saturio intuyó sería la última y con las fuerzas especiales que recibía cada año al volver a respirar de nuevo el aire de la montaña, cavó su propia tumba al lado de sus niñas.
Y el Nei no volvió de uno de sus viajes solitarios, víctima seguramente de los lobos y el Trosqui andaba ya torpe y cojo. Un día los vecinos del pueblo más cercano vieron la hoguera humeando horas y horas; estaba claro: Saturio estaba muy enfermo, tal vez habría muerto.
Como les había advertido, le enterraron en la montaña, al lado de su mujer e hija. La fuente siguió manando y sus aguas se dividían en dos salpicaderos que abarcaban las tumbas de los tres para fundirse en uno al final y caer al riachuelo. Árboles crecieron con fuerza al lado de las aguas formando con los regueros la figura de un corazón. Y dicen que a pesar del tiempo todas las primaveras aparecen muchas flores. Y cuentan que aquellas aguas curan penas y amores. Y por eso en el corazón de las montañas del Porma, hay una que la llaman: LA MONTAÑA DEL CORAZÓN.
C. del Río