El abuelo tenía más de 90 años y estaba ingresado. En los últimos años con frecuencia pasaba unos días en aquel lugar para hacer algún "chapuz" y
así poder seguir tirando por su vida. Esta vez probablemente sería la última,
ya se lo había dicho el médico a su hija Lucia: su padre está en el tramo
final, su corazón ya no da más, es como una
vela que se acaba y de la que apenas sale un hilito de luz. Se
acercaban las navidades, probablemente el abuelo no saldría de esas fechas, Lucia
no se lo pensó dos veces: quedaba tan poco tiempo que no merecía la
pena "negociar" unos días más de supervivencia a costa de seguir ingresado, lo mejor era llevársele
para casa en un tiempo tan especial.
Lo había decidido, llevaría a su padre con su familia. Aunque de la salud ya había poco que hablar con el doctor, aquel día le esperó y le
expuso sus deseos de llevarse al enfermo. El médico, un poco sorprendido, no
era esa petición lo habitual en estos casos, mostró al principio su oposición pero pronto
comprendió que la mujer tenía razón: —pues si usted así lo quiere, le prepararé
los papeles para que se lo pueda llevar, los tratamientos de supervivencia que aquí le
damos aunque a su casa algunos no se
puedan llevar quien sabe si la entrega y el cariño los puedan compensar. Con una
ambulancia por medio y unos minutos, no más, ya que el pueblo estaba cerca, Manuel pasó de la cama del hospital a la suya de siempre.
Los chicos ya eran grandes, solo uno quedaba en casa, que además era el encargado de ir al monte
todos los años.
—Mamá, Navidad se acerca mañana te traeré el árbol.
—Lo que tú hagas hijo, pero yo casi paso. Ya ves el Belén que tenemos en casa con el abuelo.
—Mamá, Navidad se acerca mañana te traeré el árbol.
—Lo que tú hagas hijo, pero yo casi paso. Ya ves el Belén que tenemos en casa con el abuelo.
—Mamá pues yo creo que ese un
motivo más para ponerle, será el último que él pueda ver.
—Vale hijo como tú quieras.
—Vale hijo como tú quieras.
Al día siguiente, como todos los años, Lucia con el hijo y el marido que, por lo menos, les daba las faltas; colocaron
la rama de pino lucida y engalanada a la entrada de la casa.
El
abuelo requería muchas horas para estar bien atendido que Lucía estiraba con creces para estar a su lado sentada. Apenas
balbuceaba, pero con paciencia y con amor ella le entendía casi todo. La estaba diciendo algo pero no lo acababa de
comprender. Los destellos navideños se colaban a la habitación del anciano.
—Árbol, luces. —parecía que murmuraba.
—Sí
papá, sí, ya pusimos el árbol.
—Coño, coño, no ver.
—Sí papa, está ahí a la entrada.
—Yo no ver árbol, no veo árbol. —Como muy desasosegado.
—Coño, coño, no ver.
—Sí papa, está ahí a la entrada.
—Yo no ver árbol, no veo árbol. —Como muy desasosegado.
La
familia comprendió que el abuelo sufría porque no podía ver todo aquel "envoltorio", decidieron que la única solución era trasladarlo a su habitación y así lo
hicieron. La mirada antes perdida del
abuelo ahora se centraba minutos, horas, en las luces y todo alrededor. A veces,
hasta incluso, parecía que sonreía. El
árbol ahora era su mayor motivo de los
mínimos comentarios. —Hija luces apagar porque fundir. Y Lucia apagaba un poco
las luces para que se le fuera al abuelo el temor de que se fundieran. Ahora Manuel
se atrevía levemente a señalar con la mano, una luz se había fundido, había que
cambiarla. Parecía como si los graves problemas hubieran desaparecido y todo
girara en torno al árbol.
Sí,
había sido un gran acierto ponerlo en la habitación del abuelo. Había menos miradas perdidas, menos cabezas
cabizbajas, había incluso alguna vez algún atisbo de sonrisa a cuenta de la rama. Puede que hasta
fuera un gran motivo para seguir viviendo. Las Navidades a su fin tocaban, el
abuelo allí seguía a pesar de que el médico había dicho que de ellas no
saldría.
Pero
los reyes les jugarían una mala pasada. El abuelo esa mañana ya no tenía mirada, sus ojos permanecían
cerrados, por más que su hija le hablara. Creo que ha llegado su hora, comentó Lucía
a la familia que pronto se arremolinó en torno a la cama. El abuelo comenzó a
respirar con mucha dificultad, jadeaba. ¡Se nos va! ¡Se nos va! De repente como
en un espasmo abrió los ojos y como hipnotizado, pareció dirigir al árbol su
postrera mirada. El abuelo había muerto. El hijo se abrazó a su madre: ¡Mamá, mejor no pudo morir!
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