lunes, 10 de diciembre de 2012

El mendigo


Era una noche negra y fría,  muy fría de invierno. Un viento huracanado silbaba por las callejas del  pueblo, las viejas persianas de madera rugían  contra los cuarterones  sin ninguna cadencia, no había estrellas en el cielo ni luna en el horizonte, hasta la bombilla de la plaza se había apagado con tanta borrasca. Estábamos todos en la cocina, en casa. Sonaron unos golpes en la puerta de entrada. ¿Quién puede ser, con este tiempo y a estas horas? Mi padre comentaba,  mientras se dirigía a ver quién llamaba.  Era un mendigo, un pobre que llamábamos, de los que se dedicaba a pedir limosna de casa en casa. Se lo comentó a mi madre. —¡Por Dios, estará helado de frío! Dile que pase.
 
Apareció por el pasillo un cuerpo viejo y enclenque, un anciano desaliñado que  parecía de más de ochenta años con un gran hatillo de trapos y viejos cacharros a su espalda adosados, de su barba blanca colgaban gotas de escarcha. Mi madre le puso una silla al par de la lumbre: caliéntese. El hombre apenas hablaba, solo monosílabos   a nuestras preguntas: si, no… y entre estos gracias  y más gracias. 
—No entro en calor, comentó. 
—Meta sus pies en la hornilla verá como calientan —le apostó mi padre.

Mi madre seguía haciendo la cena; unas patatas con amor.  Venga que la cena ya pronto estará comentó.  Parece  que ya he entrado en calor, el mendigo susurró.  Pon los platos María, dijo mi madre a mi hermana.  Ya todos en la mesa, mi padre, mis cuatro hermanos el mendigo y yo, mientras mi madre  colocaba  en el centro un puchero humeante.  Era un vaho que ya alimentaba y calentaba en aquella situación.  Las patatas con un color rojizo que las había dado el pimentón, estaban bien cocidas y se derretían como manteca en la boca sin necesidad de masticar. Al mendigo le puso  mi madre el plato a  rebosar.  Todos mirábamos de reojo al anciano. Solo  un diente  de vez en cuando se asomaba  mientras su mandíbula devoraba las patatas sin dificultad raudamente cucharada a cucharada. Acabó el plato antes que nadie. Levantó su mirada y parecía como si no se creyera  lo que le estaba sucediendo.  Mi padre intentó entablar con él una  conversación pero el pobre parecía que más bien descanso era lo que ahora pedía,  así que le llevó al establo donde tenía improvisada una cama con tablas  para atender los partos de las vacas. Allí por lo menos, no pasaría frío.

A la mañana siguiente lo primero que hice fue preguntar por el mendigo, pero se había marchado contento y agradecido al venir el día, me dijo mi madre. Aquel día, aunque niño, comprendí que mis padres con sus estrecheces y apuros económicos, eran inmensamente  ricos, también comprendí que el que da recibe a cambio mucho más, aunque no sea material. Comprendí, en fin, algo de la diferencia, entre el importante y la trivial.

   Dedicado en especial a Beli y Mose que me dijeron que entran todos los días en este laberinto.


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