Era una noche negra y fría, muy fría de invierno. Un viento huracanado
silbaba por las callejas del pueblo, las
viejas persianas de madera rugían contra
los cuarterones sin ninguna cadencia, no
había estrellas en el cielo ni luna en el horizonte, hasta la bombilla de la
plaza se había apagado con tanta borrasca. Estábamos todos en la cocina, en
casa. Sonaron unos golpes en la puerta de entrada. ¿Quién puede ser, con este
tiempo y a estas horas? Mi padre comentaba, mientras se dirigía a ver quién llamaba. Era un mendigo, un pobre que llamábamos, de
los que se dedicaba a pedir limosna de casa en casa. Se lo comentó a mi madre. —¡Por Dios, estará helado de frío! Dile que pase.
Apareció por el pasillo un cuerpo
viejo y enclenque, un anciano desaliñado que parecía de más de ochenta años con un gran
hatillo de trapos y viejos cacharros a su espalda adosados, de su barba blanca
colgaban gotas de escarcha. Mi madre le puso una silla al par de la lumbre: caliéntese.
El hombre apenas hablaba, solo monosílabos
a nuestras preguntas: si, no… y
entre estos gracias y más gracias.
—No entro en calor, comentó.
—Meta sus pies en la hornilla verá como calientan —le apostó mi padre.
—No entro en calor, comentó.
—Meta sus pies en la hornilla verá como calientan —le apostó mi padre.
Mi madre seguía haciendo la cena;
unas patatas con amor. Venga que la cena
ya pronto estará comentó. Parece que ya he entrado en calor, el mendigo
susurró. Pon los platos María, dijo mi
madre a mi hermana. Ya todos en la mesa,
mi padre, mis cuatro hermanos el mendigo y yo, mientras mi madre colocaba
en el centro un puchero humeante.
Era un vaho que ya alimentaba y calentaba en aquella situación. Las patatas con un color rojizo que las había
dado el pimentón, estaban bien cocidas y se derretían como manteca en la boca
sin necesidad de masticar. Al mendigo le puso
mi madre el plato a rebosar. Todos mirábamos de reojo al anciano. Solo un diente de vez en cuando se asomaba mientras su mandíbula devoraba las patatas sin
dificultad raudamente cucharada a cucharada. Acabó el plato antes que nadie.
Levantó su mirada y parecía como si no se creyera lo que le estaba sucediendo. Mi padre intentó entablar con él una conversación pero el pobre parecía que más
bien descanso era lo que ahora pedía,
así que le llevó al establo donde tenía improvisada una cama con tablas para atender los partos de las vacas. Allí por
lo menos, no pasaría frío.
A la mañana siguiente lo primero
que hice fue preguntar por el mendigo, pero se había marchado contento y agradecido al
venir el día, me dijo mi madre. Aquel día, aunque niño, comprendí que mis padres con sus
estrecheces y apuros económicos, eran inmensamente ricos, también comprendí que el que da recibe
a cambio mucho más, aunque no sea material. Comprendí, en fin,
algo de la diferencia, entre el importante y la trivial.
Dedicado en especial a Beli y Mose que me dijeron que entran todos los días en este laberinto.
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Dedicado en especial a Beli y Mose que me dijeron que entran todos los días en este laberinto.
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