Dicen que vivimos en un mundo
globalizado, en el mundo de la imagen y el marketing, en el mundo de la publicidad; en el mundo del
capitalismo y dispendio. Un mundo que se
asienta por tanto en la voracidad consumista, en la creación de nuevas
necesidades cada día para la existencia, en la asociación de novedad con
bienestar, vanguardia con adelanto, conservador con retrogrado. Y como ocurre tantas veces cuando se
llevan las cosas al extremo no se
corresponden con la realidad.
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¿Acaso es más feliz el que tiene teléfono, coche, de última generación, que el que no los tiene o los usa de unos cuantos años? ¿Es más feliz
el que navega todos los días en Internet, como yo mismo, que el que no
ha entrado nunca? Pues viendo la cara y la vida de muchas personas diría que
está claro que no. Aunque tampoco por
ello se ha de ser infeliz. Creo que nadie sensato por muy
conservador que sea, esté en contra de los avances y el progreso, pero eso
no implica, ni mucho menos, ese afán consumista y de estar a la última para
vivir mejor.
El aire que respiramos es
transcendental y resulta que no cuesta nada, el agua que bebemos es vital y también es o podría ser de regalo, el
cariño que tantas veces necesitamos y otras tantas nos han dado, tampoco se compra.
Tampoco, tampoco se compran: el cielo, el mar, la montaña, el campo, la ilusión, la armonía, en fin la vida.
Cierto es que la comida también es de
necesidad y sí que se compra. No todo lo más importante iba a ser de balde. Pienso que sería bueno que pusiéramos
prioridades y supiéramos aprovechar y valorar tantas y tantas
cosas tan importantes y gratis. Todos hemos oído esta frase: no es más feliz
quien más tiene sino quien menos necesita. Y esta: El necio no aprecia lo que
tiene hasta que lo pierde.
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