lunes, 14 de enero de 2013

D. Ramón y unos gallinas


En el apartado dedicado a mi pueblo, he dibujado la vida y afanes de  D. Ramón, el  cura.  Hoy aquí voy a relatar uno de tantos sucedidos, como diría el otro verídico,  del cura octogenario.



Vivía el clérigo con su sobrina Agapita. Una solterona que le echaba broncas por cualquier motivo.  Eran los años sesenta y por aquella época las gallinas que se despistaban y traspasaban las puertas de su amo, acababan casi siempre en manos de los mozos y de los no tan mozos, que la necesidad apremiaba.  Después en el rincón aquel donde las mujeres al sol cosían y remendaban sus miserias, salía a relucir el conejo que la desapareció ayer a Engracia, o el par de gallinas que echaba de menos Rafaela. Ya sabían que esas desapariciones rara vez volvían a su dueña, así que lo tomaban como algo natural y su mayor cuidado consistía en enterarse donde las habían merendado o cenado. Habría que tener más cuidado en adelante: tapar bien las salidas del corral o quitar antes de acostarse la comida que pudieran poner los mozos para que los conejos olieran y salieran. Como a pesar de todas las precauciones  se las seguían dando, que sirviera de aviso y a callar, ya sabían que la que se enfadaba  y lo cacareaba, la iba peor en la sucesivo

D. Ramón,  casi siempre participaba en aquellas tertulias con las manos metidas en la sotana y sus idas y venidas entre las mujeres que cosían al lado de su casa. Aquella tarde se hablaba de los ladridos de perros de la noche anterior  y cada cual hacía su  conjetura del posible expolio. Estaba allí Tilili, un mozo de los de peor ver en el pueblo y le lanzaban dardos directos e indirectos, pero el fingía no saber nada. A D. Ramón ya le estaba indignando aquel abuso y con bastante genio y fuertes pisadas asintió:
—¡Mecachis en el cardo! ¿A que no me quitan a mí las gallinas?
—No hable  usted muy alto,  le recordó Tilili, mire que el tío Mariano dijo que en su casa no entraban porque dejaba el perro suelto y el otro día ya ve que le robaron las gallinas y le echaron el burro pa la calle. 
 —Si entran en mi corral, respondió D. Ramón, cojo la pistola y van que chutan. 
 Y a fe cierta de muchos vecinos, que por aquellos años debía de tener un pistolón más que pistola.

Tilili abandonó el corro y la conversación que seguiría su curso, como todas las tardes, hasta  que los calientes rayos del sol dieran paso a la frescura del atardecer. Se marchó porque además no era bien visto que un mozón, como él estuviera una tarde tan buena para trabajar en el campo, pasando mucho rato con las mujeres y el cura. Pero en su imaginación ya  había comenzado a urdirse el plan. Aquella misma noche, Tilili contó al Virutas la fanfarronada del cura.

Si Tilili era bruto, el Virutas no le iba a la zaga. Si Tilili podía presumir de correr en su yegua más que  el coche de línea, al que adelantaba por el camino paralelo a la carretera, el Virutas había sido capaz de andar kilómetros en bicicleta con un solo pedal y a piñón fijo, para cortejar a una de sus novias.   
—Ya sabes, apuntaba Tilili, que D. Ramón duerme en la habitación que da al corral y tiene  un oído felino, que he visto yo que nada más que hay un ruido en la calle, abre lentamente una pizca la ventana. Saltar la tapia no es problema, pero estoy seguro se daría cuenta antes de poner nuestros pies en su corral.
—Ya se nos ocurrirá algo, contestó el Virutas.
Al día siguiente el plan quedó trazado, era solo cuestión de esperar el momento oportuno.

Tilili cuando iba con las vacas al agua, solía charlar con la sobrina del cura, frente a la casa parroquial, donde estaban los abrevaderos. Mientras el cura iba aquel día camino de la iglesia, a tocar al rosario, bebían las vacas, él hablaba con ella y ojeaba desde fuera la puerta del corral. La mayoría de las gallinas ya estaban en el gallinero, solo tres o cuatro deambulaban aún por el patio. Habría que cerrar la puerta del gallinero para que quedaran fuera pero… ¿Cómo distraer a Agapita?
—¡Que buen olor sale de tu casa!, la dijo Tilili. 
—Estoy haciendo las sopas de mi tío, luego se las dejo encima de la chapa cuando voy al rosario, para que no se enfríen y al salir cena y se va a la cama. Voy a ver, dijo Agapita, que igual se está derramando el caldo.
 Y Tilili en ese pequeño tiempo, casi sin traspasar la puerta de la calle, con el palo de las vacas empujó la alambrera del dormitorio  gallináceo, que aunque no del todo, si cerró lo suficiente para impedir entrar más gallinas. Mejor que lo hizo rápido, porque Agapita apareció pronto presta a seguir charlando, pero Tilili ya estaba unos pasos más abajo, haciéndose el distraído, como que marchaba ya para casa. No quiso ser descortés así que la siguió otro poco el cuento y con la disculpa de que se le escapaban las vacas marchó satisfecho de su preparativo.

Agapita acabó con sus sopas y puso buen cuidado en trancar todas las puertas antes de ir al  rosario, también la gallinera con su correspondiente pasador, sin darse cuenta de las gallinas que habían quedado fuera y que se guardaban debajo de los palos para leña, al otro lado del corral. Cosa fácil, debió de ser ya muy de noche cuando en la calle reinaba la oscuridad y el silencio entrar por el lado de la tapia más apartado de la vivienda, donde se encontraban las gallinas, ir cogiendo y retorciendo el pescuezo a estas.

Y mientras D. Ramón, en su sueño, no sé si plácido o con pesadillas ignorando que al otro extremo del corral, donde estaba la tenada y cuatro trastos viejos,  le estaban robando unas gallinas que suponía en el gallinero a cuatro palmos de sus narices.

La tía Kika, una viuda que vivía en una pequeña y vieja  casa distraída en un extremo del pueblo, se las cocinó, como tantas otras veces. De que iba a vivir ella si no de ocasiones como esta que llenaba la panza y a veces la despensa para unos días. Y los mozos convinieron en lo apetitosas que estaban las gallinas del cura y sus paladares gozaron. Pero gozaron más con las burlas y  chistes que hacían del pobre cura, por haber asegurado que a él no le robaban las gallinas. Allí mismo maquinaron la culminación de una farsa que para muchos se pasaba de la raya porque no conformes con llenar sus panzas con las aves que habían  crecido con el trigo de los responsos; Tilili y Virutas querían redondearlo.

La cuaresma estaba encima y aunque el Virutas no era de los puntuales para las obligaciones pascuales, aquel año se acercó al confesionario, no sé si a cumplir con Pascua o a seguir haciendo la pascua. Cómo los curas colindantes se ayudaban en este cometido, él puso buen cuidado le tocara confesar con D. Ramón.  Y en su confesionario Virutas muy compungido (al menos aparentemente) le confesó lo arrepentido que estaba de haber robado y catado sus gallinas.

Imagino el rechinar de dientes de D. Ramón y lo que tendría que hacer para no perder las composturas en aquella sagrada misión. Y le dio la absolución y luchó y pidió para borrar aquella pesadilla de su imaginación. Por supuesto, Virutas contó a Tilili, todos los detalles de su "confesión"

Pocos días después Tilili con aires de casualidad se acercó al corrillo donde las mujeres cosían y contaban sus cuitas y el cura siempre de pie de acá para allá, apuntaba sus consejos y soluciones; sin el menor recato al ver la ocasión, se la espetó: 
—¡Que D. Ramón tanto, tanto que decía que a usted no le robaban las gallinas! ¿Ahora qué dice? 
Y D. Ramón, pobre D. Ramón, seguía pateando más que nunca, dando golpes con su paraguas en el suelo diciendo solamente: ¡Conian, conian! ¡Si yo pudiera hablar!

Me dicen que Manolo entra aquí. Hola Manolo. Ya lo saben, restauraciones Manolo, para paladares con las tres Es: Exquisitos, Económicos y Exigentes. En el Recreo Industrial y en la Escuela, en Pendon de Baeza.

                                                                                                                                                                                               



                                                                                                                                                                           




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