Enero se ha ido, febrero llegó callado sin decir nada y se ha asentado en nuestras vidas. Los días siguen aumentando, ya han ganado más de una hora desde los más cortos de diciembre. Las yemas de algunos árboles comienzan a abultarse, se ven bandadas de pájaros diversos que buscan el emparejamiento. La naturaleza parece querer empezar a salir del letargo invernal aunque quede más de un mes de estación fría. El segundo día de febrero, (febrerico el corto, que dicen en los pueblos) aunque los jóvenes de ahora apenas lo saben, hace tiempo todos los niños y mayores sabíamos que era un día especial: el día de las candelas.
En los pueblos las mujeres embozadas en sus negros chales, se encargaban, ese día, de llevar las velas a la iglesia, para que el cura las bendijera. Velas que después servirían para alumbrar y lucir al pie del altar los días más señalados especialmente en Semana Santa, Jueves y Viernes Santo. Velas que también se encendían cuando una tormenta o imprevisto en la naturaleza o en la vida, aparecía.
También la vida es como una vela que inexorablemente va quemando su mecha y su cera poco a poco. Si un viento apaga una vela, podemos volver a encenderla, si se apaga una vida, se apaga para siempre; por eso conviene cuidarla, de vientos y tempestades innecesarias, de problemas buscados, de ambiciones que dañan, de deseos que matan. Es una vida la que se nos ha dado y, tal vez, además de vivirla intensamente sin regateos de esfuerzos, haya que mimarla para que dure y sobre todo para que sea lo más completa posible y se consuma poco a poco, mientras realiza sus cometidos y fines, como una candela.
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