Hoy hablé con María (aunque real,
un nombre imaginario), una compañera que se jubiló por enfermedad, había estado con ella la
última vez antes de Navidad y la noté bastante bien, parecía que se
estaba recuperando y lo que es más importante; sus ilusiones y esperanzas se iban afianzando. Sin embargo hoy, me he dado cuenta que otra vez el signo de su
vida ha puesto la flecha para abajo.
—Cómo te va María,
—Pues mira, bastante mal, —me
contestó.
—Pero si la última vez que te vi
te encontré muy recuperada.
—Bueno, no sé si estoy peor de la
enfermedad, pero estoy muy hundida, —me
dijo.
—María, el tratamiento me
dijiste que había resultado.
—Sí, el tratamiento, las máquinas; eso no lo cura todo.
Así seguimos hablando largo rato,
de su queja se deducía siempre lo mismo: me
quitan el dolor corporal pero hay otro, a veces tan intenso o más duro que
aquel, y que no se cura con pastillas. Apenas me duele físicamente nada porque
tengo droga para calmar todo, pero me atormenta todo mi ser, no encuentro sentido a nada,
además me encuentro tan sola. De momento me dejó un poco desconcertado pero ahora comprendo muy bien su situación.
Muchos inventos, muchos
adelantos, pero resulta que las personas no somos robots, y que la amistad, el amor, la comprensión, no
se venden en píldoras. Sí es cierto, muchas veces nos empeñamos en que el médico
y la medicina de turno nos van a curar todo pero no es así. Un acompañar en la
desdicha, la comprensión, la demostración de amor, puede ser tan necesario como cualquier
tratamiento físico y curar, más dolor que aquel.
Pues nada con cariño a María y dedicado a ella quiero
exponer esta pequeña experiencia para
ver si nos damos cuenta que los comprimidos para el alma, la medicina de
la esperanza, más que en los médicos, puede
estar en nuestras manos y debiéramos saber administrarla.
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