miércoles, 9 de noviembre de 2016

El arte de la palabra

Advierto un tumulto en el rastro de Papalaguinda y me acerco a ver qué pasa. Una vendedora y un hombre discuten acaloradamente. El señor, con pinta de pueblerino,  asegura que una de las herramientas usadas que esta tiene a la venta es suya. Ella se sube por las paredes, jurando por sus hijos que  miente. Este sigue apostando por su verdad y que conoce muy bien la herramienta con la que ha trabajado así como las marcas que tiene. La marchanta habla de que se está mancillando su honor,  dice que se está jugando con el pan de sus hijos y amenaza, pero el hombre no cede. Ahora se acercan  unas cuantas personas  al parecer del clan de la sujeta  para  seguir amedrentando e intimidando al presunto dueño. La cosa se pone que  echa chispas, el señorín sigue en sus trece pero otro que le acompaña le anima a que se vayan y se alejan  echando pestes poco a poco.

Todos nos vamos alejando del corrillo y formando otros más pequeños en los que se murmura que el hombre seguro que tiene razón, pero instantes antes nadie, tampoco yo, hicimos nada para que se sintiera apoyado. ¿Obramos así por cobardía, pasotismo o conveniencia en aquel momento de no echar más leña al fuego? Probablemente de todo un poco. También es cierto,  en nuestro descargo,  que al 100% no estábamos los mirones seguros de nada. Pero pienso que hubiera estado muy bien que al menos viera que no estaba tan solo aquel hombre.

En el partido de la tele pitan un penalti, como siempre entre los que estamos en el bar hay quien está en contra de la decisión arbitral y otros que intentan aplaudirla y justificarla. Al final se quedan dos en la refriega, ya empiezan las subidas de tonos y las descalificaciones, aunque sean de rango  menor, uno de los contrincantes abandona pero el otro no cesa como si quisiera convencernos a todos los del establecimiento que era él quien tenía razón. En este caso creo que casi todos nos dimos cuenta de que independientemente de la verdad que en el caso pudiera tener lo que quedaba claro es que era un bocazas.

Sí, el arte de la palabra también tiene sus complicaciones. Con educación y respeto nunca debería estar de más, no debería ser la cobardía la que silenciara nuestra voz, pero como en estos casos apuntados, hay veces que no es tan fácil, ocasiones en que hasta se puede estar mejor callado. Lo que está claro es que por levantar más la voz, no se tiene más  razón, tampoco es cuestión de aguantar plomazos por intentar ser educado. El que calla no siempre otorga, también  hay casos en que no tiene ganas de discutir con idiotas.



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