El sol seguía con fuerza mandando
sus rayos. Una hora al menos le separaba del horizonte que le ocultaría a
nuestra vista, la primavera mandaba en la naturaleza. Me tentó la idea de emborracharme
de ella allá en campo abierto, en los caminos, en los montes, y sin preguntarme
a donde ir, me encaminé por la senda que primero encontré.
Subí la primera cuesta que a modo
de muralla separa el pueblo del campo y una vez arriba respiré profundamente,
extendí la vista hasta donde el verde de
la tierra se fundía con el azul del cielo y por unos instantes me sentí el señor
de todo aquello. Parecía todo puesto para mí, para que yo disfrutara aquel
momento. El verde intenso de los campos, como el tapiz más inmenso y bonito, hecho
punto a punto, semilla a semilla, tallo a tallo; solamente interrumpido por el
amarillento tierra de los caminos, flanqueados de flores silvestres de todos
los colores. Aliagas que en otras estaciones
cual dragones de mil cabezas ponían sus afanes en picar a quien se
descuidara, ahora revestidas totalmente con sus flores amarillas parecían solo
dispuestas a regalar agradables perfumes. Los tomillos, las amapolas la mayoría
en sus capullo con su contraste rojo para tanto amarillo. El verde y azul de
las margaritas silvestres también las había blancas, todas con ese olor fuerte
que prevalecía sobre los demás entre violeta y jazmín.
Seguí caminando, todo lo que me rodeaba era un ansia de vida. Apareció la primera carrera de hormigas que cruzaba el camino, ¿Cuántos miles
serían? Me detuve un momento, me acerqué con pisadas fuertes pensando
amedrentarlas, pero seguían inmutables en su caminar haciendo la mayor burla de
mi presencia, puede que no sepan del mal, solo trabajar, solo vivir, yo me
pensé. Los pájaros corresenderos me iban
escoltando todo el camino, manteniendo su distancia con pequeños vuelos según
me acercaba a ellos. Cantos de perdiz,
de ruiseñor, de jilguero, desentonados
por el ruido de un tractor que labraba en las cercanías. Pensé, sin embargo, lo bien que hubieran encajado y entonado los cantos, con
el mugir de una pareja de vacas, que antes hacían estas labores y el canto del
campesino que las mandaba. Cerré casi los ojos, seguí caminando. Ya no
necesitaba ver nada; lo notaba, lo sentía, lo vivía, todo mi cuerpo estaba
rebosante en su realidad y en su
imaginación de aquel espectáculo fascinante, sin ningún esfuerzo.
Un ruido extraño perturbó mis
sensaciones y mis ojos se percataron de un zorro que, aunque sin darse prisa,
iba poniendo distancia entre los dos. Me
estaba adentrando en el monte, un monte pequeño y pobre con unos pocos robles y
algunos sardones y estepas. don lagarto muy chulo levantó la cabeza como saludándome y se adentró en su agujero,
un conejo pinó las orejas súbitamente y dando media vuelta me privó de su imagen, los pájaros cantaban allí más, aunque con el ramaje era difícil contemplarlos. Ya en
la cima se extendía una llanura de unos cuantos metros cuadrados totalmente
desolado, todo cubierto de cantos. ¡Cuántos cantos! Cogí uno, como para
liberarlo de su cautiverio y lo lancé por la ladera del monte, despertando la tranquilidad, entre ruidos y saltos fue a parar al reguerillo del valle.
Me senté de nuevo. Ahora con más
motivo por estar en las alturas, me volví
a engañar sintiéndome dueño de todo lo que alcanzaban mis sentidos y
al contemplarlo me di cuenta que el sol acompañado por sus últimos nubarrones, se estaba poniendo. Ahora se apreciaba
con gran nitidez su figura redonda e
incandescente rodeado por los destellos de claridad que las nubes le permitían asomar.
Segundo a segundo esos destellos se iban haciendo más débiles. Mirando insistentemente veía un inmenso río de fuego que se perdía en el infinito. Aquel aluvión
de lavas incandescentes se apagaban al llegar al océano del horizonte y el rojo
era cada vez menos intenso, ya casi era azul, ya era gris, cada vez más
gris, más oscuro. Estaba oscureciendo y debía regresar al pueblo.
Metí las
manos en los bolsillos bajando poco a poco por la falda del monte. Un aire fresco y
perfumado de los mil aromas del campo acariciaba mi rostro. Cabizbajo, que no
triste, continué andando. Ahora eran los grillos los que me escoltaban con
sus cantos a ambos lados, el rebaño de ovejas entonando su balidos al son de
sus campanillas también se dirigía hacía
su majada. Un hombre encorvado, entrado en años, con la herramienta al hombro,
de su huerta regresaba. En las charcas circundantes al pueblo las ranas parecían
con sus cantos que algo festejaran. Llegué
al final del camino, a mi casa. Es verdad la realidad a veces puede superar los
sueños.
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