Estábamos subidos en el andamio, Lucio el albañil y yo arreglando la fachada
de la casa de mis padres. Pasaba con frecuencia
gente por la calle que nos saludaba o decía cuatro palabras y continuaba su
marcha, pero una mujer cada vez que
aparecía se liaba a hablar de todos los chismes de la zona que según ella Lucio
debía conocer por trabajar por aquellos pueblos con frecuencia. Este no es que
la hiciera mucho caso pero, puede que por educación, la seguía el rollo. El segundo día que estábamos en el andamio cuando vimos que la mujer se iba
acercando, el albañil con cara de susto me miró y me dijo: "desimula" tú "desimula" como que no la oyes.
Llegó la señora a nuestra altura
nos dio los días a lo que contestamos cortésmente y comenzaba a raca-raca; Lucio
entonces, a voces empezó a pedirme materiales y hacer como que no la oía y a continuación se puso a cantar el Carro de Manolo Escobar. La mujer, por supuesto,
desapareció. Volvió a intentarlo otra vez más con el mismo resultado y ya no
fue necesario seguir disimulando porque cuando pasaba saludaba, pero no se
detenía.
—Vaya Lucio, que bien se te da
Manolo Escobar. —Le dije.
— ¡Venga ya! Si no es así no nos
la quitamos de encima.
Ni p. caso. |
Por eso hoy me acordé de lo que
nos sucedió con la mujer, al albañil y a mí y pienso que la medicina de la
indiferencia que tan bien nos vino a nosotros, también sería ideal para toda
esta gente de mal vivir, que probablemente al ver que pasábamos de ellos se
dedicarían menos a esta parafernalia absurda que ahora tienen y más a otras cosas más normales y provechosas, con lo que
saldríamos ganando.
En el restaurante "La Escula" de Manolo no se aprende a escribir ni a leer pero si a bien comer.
En la calle Pendón de Baeza.
Los mejores capones y gallos de corral en la mesa.
En el restaurante "La Escula" de Manolo no se aprende a escribir ni a leer pero si a bien comer.
En la calle Pendón de Baeza.
Los mejores capones y gallos de corral en la mesa.
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