Era un día de los últimos de julio de hace cuarenta y tantos años. Yo subido en el carro colocando las gavillas de trigo que mi padre me enviaba desde el suelo. Mediodía, un calor, un fuego asfixiante bajaba del cielo. Mi sombrero era un adorno ante tanto bochorno, mi padre nunca gastó sombrero, era una boina de la que manaban regueros de sudor que bajaban por las arrugas de su cara. El seguía empujando trigo para arriba, yo al cabo de unos minutos me sentía aplanado, sin fuerzas para continuar. En esta ocasión acompañaban al cereal, muchos cardos con sus picos que se clavaban en mis manos, en mis pies, en todo mi cuerpo, al abrazar la gavilla para poderla asentar. Pensaba que ya no aguantaba más, que de seguir acabaría desmayado. Me bajaría del carro, pero cuando miraba al suelo con esa intención veía que mi padre seguía casi parsimonioso en el trabajo. Y colocaba otra gavilla y otra y otra; si mi padre aguantaba yo no le podía fallar y así hasta que cargamos el viaje. Bajé escopetado, mi padre quedó atrás conduciendo la carreta, mientras yo y el Moro, el caballo que nos servía de transporte, además de tantos otros trabajos; íbamos a galope tendido hacía el pueblo en busca de agua.
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Así se cargaban aquellos carros. Foto de "nuestropatrimonio.sariegos.es" |
Estos días de tanto calor, yo no sé si como dicen las temperaturas son más altas que nunca, sí puedo asegurar que aquellos años de trabajo en el campo, los veranos eran muy calurosos, incluso pienso que tanto como ahora. Y eran días desde que amanecía hasta la noche aguantando los rayos del sol. Primero acarrear para llevar a la era y después trillar la mies dando vueltas montado en un trillo que las vacas y el Moro movían.
A pesar de lo mal por tantos trabajos y calores que pasaba, pensaba que era mucho peor lo de las vacas y el caballo, tiraban de los trillos, del carro... Las moscas eran insaciables molestando, picando a los animales, los tábanos al menor descuido acudían a ellos, eso sí que yo no lo consentía, en cuanto veía uno en su pescuezo, acudía raudo a aplastarle de una palmada contra su piel que quedaba impregnada de la sangre chupada y la vaca movía las orejas, mientras me dirigía una mirada para decirme, sin duda: gracias. Para consuelo de estas, yo pensaba que cuando se acabara la trilla tendrían unos días de descanso y saldrían a pastar por el campo, porque para limpiar era la aventadora movida por la mano del hombre o con suerte un motor la que hacía el trabajo.
Mientras los demás animales que había en casa vivían a sus anchas esperando que les dieran su sustento, (cerdos, ovejas, gallinas, conejos...) las vacas y el Moro, trabajaban con nosotros, por ello era un respeto, un cariño especial, el que yo sentía por las unas y el otro. Además las vacas, solían criar un ternero cada año, lo que representaba un aporte económico muy importante en aquellas humildes economías. Aún me acuerdo de muchos de sus nombres. La Bonita la habíamos criado en casa, era la más fuerte y la más noble. La Jardinera era grande y desgarbada pero también tenía mucha fuerza por eso mi padre la enganchaba con Bonita. La Mora, por supuesto negra, era más huidiza y desconfiada. La Linda, de pelo castaño, como La Bonita; era la más joven y también la más intranquila y revoltosa...
Cada primavera trae su flor, dice el refrán. No se trata de comparar pero cuando ahora hay quien se cabrea si la hablan de la conveniencia de bajar el aire acondicionado, me acuerdo de que por aquel entonces, como mucho, algún abanico, tenían las mujeres más pudientes. Cuando hay quien dice que este año no podrá tener vacaciones pienso en esas generaciones de los pueblos que nunca las tuvieron, como mis padres. Cuando alguien protesta del calor mientras se toma un refresco en la terraza ... Mejor no pienso nada.